Manual de citas para torpes

Capítulo 23- Palabras que no llegan

El amanecer tenía ese brillo raro de los días que no saben si quieren empezar. Clara se despertó con la cara pegada a la almohada, el cabello enredado como si hubiera luchado con un dragón durante la noche… y perdido. Parpadeó varias veces, intentando descifrar por qué se sentía tan desorientada. Y entonces lo recordó: había soñado con Leo.

Pero no de forma romántica, al menos no de la manera clásica. En el sueño, él estaba al final de un pasillo lleno de puertas abiertas, hablándole, pero cada vez que ella trataba de responder, las palabras se borraban. Se deshacían en el aire como tiza en la lluvia.

—Vaya —murmuró con voz ronca, sentándose—. Ni dormida puedo tener conversaciones normales.

Se levantó arrastrando los pies hacia la cocina, con el propósito solemne de hacer café. Mientras la cafetera borboteaba, la imagen del pasillo seguía persiguiéndola. Ese silencio forzado, esas frases que no llegaban a destino… algo en ese sueño le había dejado un nudo en el pecho.

—Genial —suspiró—. Empiezo el día con café y existencialismo.

Mientras esperaba que el café terminara de filtrarse, se permitió pensar en los pequeños detalles de su rutina: el olor del grano recién molido, la sensación del agua caliente deslizándose por la taza, y el tímido rayo de sol que lograba colarse entre las cortinas. Detalles que normalmente pasaban desapercibidos, pero hoy parecían tener un peso extra, como si cada uno de ellos contara algo que ella aún no comprendía del todo.

El reloj marcaba las nueve y media cuando finalmente llegó a la redacción, medio despeinada y con la sensación de que todo iba con diez minutos de retraso, incluido su ánimo. En la oficina, Lucía estaba ya instalada en su escritorio, rodeada de papeles y con esa mirada de quien podría detectar un error gramatical a veinte metros.

—Buenos días, cronista de los milagros imposibles —la saludó Lucía, alzando una ceja.
—Buenos días, verduga de los plazos.
—Llegas tarde.
—No lo llames “tarde”, llámalo “horario creativo”.

Lucía soltó una risita y le señaló la puerta del despacho de la jefa.
—Te está buscando. Dice que quiere una nueva versión del artículo sobre “la empatía digital”. Más humana, menos cerebral.
—¿Menos cerebral? Pero si ya había quitado todas las estadísticas.
—Sí, y las reemplazaste con metáforas sobre algoritmos que sienten tristeza.

Clara hizo una mueca. —Era una propuesta poética.
—Era un sudoku emocional —replicó Lucía—. Y además, estabas rara anoche.
—¿Rara cómo?
—Rara de esas que escriben tres párrafos y luego se quedan mirando el monitor como si fuera un oráculo griego.

Clara soltó una risa floja, sabiendo que tenía razón. Algo la estaba distrayendo, y no podía culpar al café esta vez. Se sentó frente a su ordenador, abrió el documento y volvió a leer la primera línea. No era mala, pero algo le faltaba. Lucía tenía razón: se estaba censurando, moderando lo que realmente quería decir.

—Te pasa lo mismo que a tus personajes —le dijo Lucía sin apartar la vista del monitor—: te estás censurando.

La frase le dio de lleno. Clara suspiró y, por un momento, se permitió recordar el último encuentro con Leo. No era solo el sueño; era la manera en que él se colaba en su cabeza incluso cuando no había mensajes nuevos. Cómo su voz, con ese tono mitad broma, mitad serio, podía hacer que cualquier frase suya sonara vacía en comparación.

Entonces sonó su teléfono.

Leo le envió una foto de un libro antiguo, de esos que huelen a historia y polvo. En la portada se leía “Las palabras que se resisten”, y había una frase subrayada en lápiz:
“Algunas historias no necesitan ser corregidas, solo contadas.”

Clara sintió un cosquilleo en el estómago. No sabía si era por el mensaje o porque alguien acababa de ponerle en palabras lo que ella no se atrevía a admitir.

—¿Dónde encuentras estas joyas? —le escribió.
Él respondió con un emoji de encogerse de hombros. “Lo vi en una librería de segunda mano. Me recordó a ti.”
—A mí —repitió en voz baja, con una sonrisa tonta.

Algo en esa frase la impulsó a escribir sin pensar. Y por primera vez en días, las palabras fluyeron. No las revisó, no las pesó, solo las dejó salir. Era como si el tapón de una botella se hubiera roto y todo lo que había estado conteniendo decidiera escapar a borbotones.

Lucía la observó de reojo.
—Ah, volvió la furia literaria.
—No interrumpas mi trance creativo o se va el duende —dijo Clara, sin apartar los dedos del teclado.
—El duende, dice. Tú lo que tienes es un Leo en la cabeza.

Clara fingió no escucharla. Pero en el fondo, sabía que no estaba del todo equivocada.

Pasó el resto del día sumergida en el artículo, olvidando incluso almorzar. Se permitió pequeñas pausas, mirando por la ventana cómo la ciudad parecía moverse a cámara lenta. Reflexionó sobre cómo una sola persona podía alterar la percepción de todo lo cotidiano.

Cuando terminó, era ya de noche, y la oficina estaba medio vacía. Mandó el texto a la jefa y se quedó mirando la pantalla, con esa satisfacción pequeña pero real de quien siente que, al menos por hoy, ha ganado una batalla contra su propio bloqueo.

Entonces volvió a vibrar el teléfono. Era Leo otra vez. Un audio.

Lo abrió, y la voz de él llenó la habitación:
—“Acabo de leer tu artículo. Te odio un poco, ¿sabías? Porque lograste que me riera y pensara al mismo tiempo. Eso es ilegal. Eres una periodista incorregible.”

Clara se rió sola, llevándose una mano al pecho.
—Periodista incorregible… me lo voy a poner en la bio —murmuró.

Y justo cuando pensaba que la conversación había terminado, llegó otro mensaje:
—“Mañana paso por el estudio. Necesito ver algo con mis propios ojos.”

Clara lo leyó dos veces, frunciendo el ceño.
—¿Qué demonios quiere decir con eso?

Intentó no pensarlo demasiado. Pero lo hizo. Toda la noche. En la ducha, mientras preparaba la cena, incluso cuando intentó ver una serie. Había algo en el tono de su voz, en esa mezcla entre broma y sinceridad, que le había dejado una sensación inquietante: esa sensación que no sabías si era expectativa o miedo. O las dos cosas.




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