Clara despertó esa mañana con la sensación de que el día ya venía cargado de algo que no sabría nombrar. No era ansiedad. No exactamente emoción. Era algo en medio, indefinido, como cuando uno escucha un trueno lejano y no sabe si la tormenta realmente llegará.
Se estiró en la cama, abrazando la manta un momento más. Tuvo un pensamiento fugaz, casi automático: ¿Había soñado otra vez con Leo?
Pero esa vez, no lo recordaba con claridad. Solo sombras, una puerta entreabierta, su voz llamándola desde otra habitación.
Suspiró.
—Esto ya es ridículo —murmuró, sentándose y recogiendo el cabello en un moño torcido.
Se levantó, arrastrándose hacia la ducha, como siempre. Pero mientras el agua caliente caía sobre su espalda, algo dentro de ella se aclaró un poco.
Era martes. Tenía un artículo que reescribir. Y Leo aparecería en algún momento del día, porque sí. Porque él era así. Y su mente decidió que no tenía sentido darle vueltas.
Se vistió con su pantalón beige favorito, la camisa blanca que siempre le daba sensación de “tengo mi vida en orden” —aunque fuera mentira— y se miró al espejo.
—Bueno, Clara —se dijo—. Trata de no meterte en líos emocionales hoy. Mínimo hasta el almuerzo.
Justo cuando estaba acomodando su bolso para salir, sonó su teléfono.
Su madre.
Respiró hondo, porque hablar con su madre antes del café era deporte extremo.
—Hola, mamá.
—¡Clara, hija! ¿Dormiste? Te escucho con voz de persona que no desayuna.
—Son las siete y diez, mamá.
—El que quiere, puede —respondió con solemnidad maternal.
Clara rodó los ojos pero sonrió, porque así era su madre: una mezcla entre motivadora profesional y locutora de radio a las seis de la mañana.
—Mamá, tengo que ir al trabajo pronto. ¿Querías algo?
—Sí. Vas a venir este fin de semana. No acepto negativas.
Clara parpadeó.
—¿Este fin de semana? Mamá, no sé cómo esté la carga laboral—
—Ya hablé con el universo —interrumpió su madre, como si eso cerrara el trato—. Vas a venir. Además, quiero conocer a Leo.
Clara casi se atragantó con el aire.
—¿A quién?
—A Leo —repitió, como quien dice “el panadero” o “el bibliotecario del barrio”—. Ese chico lindo que siempre mencionas sin darte cuenta de que lo mencionas.
Clara se quedó congelada.
—¡Yo no lo menciono tanto!
—Clara… cariño… lo mencionas más que al precio de la gasolina. Y eso es mucho.
Clara se cubrió la cara con la mano.
—Mamá, Leo es solo… Leo. Un amigo.
—Amigo no me importa. Si es amigo lo quiero conocer igual. Hay amistades más fieles que matrimonios, ¿sabes?
—Sí, sí, lo sé, pero—
—Dile que venga. Los espero el sábado. Haré arroz con pollo. Él parece de los que comen bien.
Clara no sabía si reír, llorar o colgar.
—Mamá, no voy a obligar a Leo a venir.
—No lo obligues. Invítalo. Si dice que no, lo entenderé. Pero me decepcionará profundamente.
—Mamá…
—Te quiero, hija. ¡Toma desayuno! —y colgó.
Clara guardó el teléfono con la expresión de alguien que acaba de perder una batalla en un idioma que no conoce.
—Perfecto. Ahora tengo que invitar a Leo a conocer a mi madre. ¡Genial! ¡Excelente progresión lógica! —gruñó, agarrando su bolso.
Salió de casa antes de que cualquier pensamiento pudiera enterrarla.
La ciudad estaba en ese punto de la mañana donde todo se movía pero nadie quería hacerlo. Coches frenando cortos, gente tomando café como si les fuera la vida en ello, el viento frío colándose por la bufanda. Llegó a la oficina con el paso automático de quien ya tiene demasiadas cosas en la cabeza.
Lucía la vio entrar y levantó la ceja.
—Vienes con cara de persona que ha sido informada de algo emocionalmente desafiante antes del primer café.
—Mi madre quiere conocer a Leo. Este fin de semana.
Lucía se atragantó con su té.
—¿QUÉ?
—Sí. ¡Y lo dijo como si fuera lo más normal del mundo!
Lucía sonrió… demasiado.
—Es normal.
—¡No lo es! Leo no es… eso.
—Claro que no —dijo Lucía, pero con la entonación de quien no cree ni la mitad—. Y supongo que no te molesta.
—No me molesta —respondió Clara demasiado rápido.
Lucía levantó ambas cejas.
—Dios mío. Estás en negación nivel experto.
Clara frunció la boca apropiadamente indignada y se fue a su escritorio.
No había pasado ni diez minutos cuando apareció la jefa en la puerta. Ella caminaba como si cada paso fuera una declaración de elegancia y amenaza.
—Buenos días, equipo —dijo, dejando su bolso sobre la mesa central—. Tenemos asignación nueva.
Clara enderezó la espalda.
—Vamos a realizar una cobertura especial sobre parejas que se conocieron en circunstancias inesperadas, ya sea por aplicaciones, encuentros casuales o caos providencial. Necesito sensibilidad, humor y humanidad. Nada de estadísticas ni tecnicismos.
La jefa clavó la mirada en Clara.
—Tú, Clara, vas a liderar este reportaje.
Clara tragó saliva.
—Yo… claro, sí. ¿Cuándo es la salida?
—Mañana en la mañana. Es solo un viaje de un día. A un pequeño pueblo donde hay una feria comunitaria. Varias parejas confirmaron entrevistas.
—Perfecto —respondió Clara, aunque internamente una alarma gigante estaba sonando.
Viaje.
Romántico.
Parejas felices.
Y ella ahí tomando notas como antropóloga amorosa frustrada.
La jefa ya había continuado:
—Quiero un enfoque íntimo. Preguntas que muestren cómo se construye la conexión. No el qué. El cómo.
Clara lo anotó, pero su mente no estaba ahí.
Estaba en Leo.
Y en su madre.
Y en un viaje donde tendría que observar el amor de cerca… mientras el suyo estaba en pausa, flotando, sin definirse.
Más tarde, cuando el reloj marcó las cinco y el sol teñía las ventanas de dorado, Clara salió de la oficina sintiendo que el día había sido más largo que el año entero. Afuera, el aire olía a frío y pan recién horneado.