Manual de citas para torpes

Capítulo 25- Parejas en carretera y caos

Clara despertó antes que la alarma, lo cual ya era de por sí una señal del universo de que algo estaba a punto de salir mal.

Se quedó unos segundos mirando el techo, recordando la llamada a Leo la noche anterior.

Que sí, que él había dicho que podía ir a comer con ella y su madre el fin de semana.
Que sí, lo había dicho con esa voz tranquila y casual.
Pero.

Había algo en su tono, algo entre “claro que voy” y “no quiero pensarlo más de lo necesario porque si no me vuelvo loco”.

Clara decidió no analizarlo para no autodestruirse antes del viaje.

Se levantó, se arregló y bajó con su maleta pequeña al lobby del edificio donde la van del periódico la esperaba. Lucía estaba apoyada en la puerta, con gafas de sol como si fueran a Las Vegas y no a un pueblo con feria y olor a churros.

—Buenos días, tragedia ambulante —saludó Lucía sonriendo.

—Buenos días, princesa del caos visual —respondió Clara, subiendo.

Mateo ya estaba adentro. Sonrió, amable, suave, como siempre.
Esa sonrisa que durante meses fue cómoda.
Ahora… un poco incómoda.

—¿Lista para capturar el amor verdadero? —preguntó él.

—Lista para intentar no llorar cuando escuche la historia de “nos conocimos porque ambos cogimos el mismo carrito roto en el súper”. —Clara abrochó su cinturón sin hacer contacto visual.

Rubén, el fotógrafo nuevo, levantó la mano en saludo desde atrás, rodeado de cámaras, cables y la energía social de un cactus.

—Buenos días. No hablo antes del café —dijo con total sinceridad.

—Perfecto, encajas —respondió Lucía.

La jefa subió última, con un termo que probablemente contenía más cafeína que agua.

—Muy bien, niños. Hoy vamos a escuchar historias de amor. Historias bonitas, reales, conmovedoras —dijo antes de sentarse—. Y por favor, por favor, nadie llore frente a los entrevistados. La última vez tuvimos que regalarles un paquete de clínex y la reputación del periódico quedó como el diario de las lágrimas.

Mientras la van arrancaba, Clara miró por la ventana, sintiendo cómo el paisaje comenzaba a volverse más verde, más abierto, más tranquilo que la ciudad.

Y ahí, vibró su teléfono.

Leo: Manejando ya hacia el trabajo. Te aviso, estoy un poco nervioso por el domingo. No por tu mamá. Por ti.

Clara sintió un pequeño colapso emocional interno.

No gigante.
No dramático.
Solo… un clic, como cuando una pieza encaja donde siempre debió estar, aunque nadie lo hubiera dicho en voz alta.

Respondió rápido, para no pensarlo demasiado:

Clara: Yo también. Pero no va a ser raro. Bueno… tal vez un poco. Pero del tipo lindo, creo.

Tres puntos aparecieron. Desaparecieron. Volvieron. Se fueron.

Ella sonrió sola.

Lucía, por supuesto, lo vio.

—Si ese mensaje no es “estoy enamorándome y me da miedo”, yo me retiro del análisis emocional —dijo Lucía con solemnidad dramática.

Clara golpeó su brazo con una carcajada nerviosa.

—¡No empieces!

—Yo solo observo —respondió ella—. Como la naturaleza.

Mateo levantó la mirada apenas, pero no dijo nada.

Siguieron el camino entre risas, música bajita y el olor a churros que empezaba a sentirse en el aire al acercarse al pueblo.

Clara respiró hondo. Hoy iba a entrevistar parejas que encontraron amor donde no esperaban. Y el universo, que tiene humor retorcido, estaba empezando a dejarle claro:

Tal vez ella estaba viviendo justo eso.

El pueblo se anunciaba incluso antes de verlo: el aire olía a azúcar frita, pan recién horneado y ese toque indefinible que solo existe en lugares donde la gente se conoce desde antes de nacer.

La feria ocupaba la plaza principal. Había música en vivo, juegos, puestos de artesanía y una fila peligrosamente larga frente a un carrito que vendía churros rellenos.

Clara descendió de la van y respiró hondo.

—Ok —dijo—. Vamos a encontrar el amor.

—O por lo menos buenas historias de carbohidratos compartidos —añadió Lucía.

Rubén ya estaba enfocando la cámara como si fuera a documentar el nacimiento del sol. Mateo se acercó con su libreta.

—La primera pareja está por allá —señaló—. Los que se conocieron peleando por el último pan dulce en la panadería.

Clara ya había leído sus nombres en el correo previo.
Rosa y Martín.

Pero lo que no esperaba era verlos literalmente recreando la escena frente al puesto de la panadería local.

Rosa, baja, de cabello rizado y un vestido lleno de flores amarillas, sostenía un pan en una mano y agitaba la otra mientras hablaba.
Martín, alto, bigote que parecía pertenecerle por contrato de nacimiento, cruzado de brazos, intentando verse digno mientras fallaba miserablemente porque Rosa hablaba más rápido que la gravedad.

—¡Te lo dije, te lo dije! —exclamaba Rosa—. Yo lo vi primero. Primero. Mis ojos, mi mano, mi destino, ¿entiendes?

—Tu mano no había tocado la bandeja todavía —respondió Martín, haciendo un gesto que probablemente había practicado frente al espejo—. Según el artículo 5, sección panadería local, propiedad se establece mediante contacto físico.

Clara ya estaba riéndose antes de acercarse.

—Perdón, ¿son Rosa y Martín? —preguntó, sacando su credencial.

Rosa se giró como si la hubieran llamado a escena.

—Sí, corazón, somos nosotros. ¿Quieres escuchar la epopeya? Agárrate.

Lucía murmuró detrás: —Ay, esto se viene hermoso.

Clara encendió la grabadora.

Rosa se acomodó el cabello con dramatismo profesional.

—Era un domingo. Yo venía saliendo de una noche difícil, porque se me había roto una uña y, además, mi gato me había ignorado. Estaba vulnerable, ¿sabes? Y yo necesitaba dulzura. Necesitaba azúcar emocional.

Martín intervino: —Y yo venía de correr cinco kilómetros.




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