Manual de citas para torpes

Capítulo 26- Pizza y una Anciana Demasiado Honesta

La tarde había terminado como una maratón sin preparación previa. Clara sentía que sus pies estaban negociando una huelga. Lucía estaba convencida de que aún olía a pan quemado. Y Jorge, el camarógrafo, juraba que la pareja del panadero y la verdulera le habían hecho perder fe en la palabra “romanticismo”.

—Para recompensarlos por sobrevivir a la Feria del Amor —dijo la jefa, con el tono de quien anuncia un premio que claramente estaba improvisando—, los invito a comer pizza.

Clara no supo si alegrarse o llorar. Su estómago dijo , sus rodillas dijeron no, y su dignidad simplemente se desconectó.

Terminaron en una pizzería con luces cálidas, paredes llenas de fotos viejas y un olor a tomate y albahaca que podía resucitar a los muertos.

—Bueno, brindemos —dijo la jefa levantando un vaso de agua porque nadie había pedido refrescos aún—, por el amor… y por haber grabado al señor de la feria intentando declararse por megáfono sin saber encenderlo.

—Eso fue arte —dijo Lucía, riéndose—. El micrófono gritaba más que él.

El ambiente estaba relajado, cálido, casi acogedor… hasta que pasó.

Una anciana, menudita, cabello blanco en un moño tan apretado que parecía sostener su universo interno, se acercó cojeando y se plantó frente a la mesa.

Fijó sus ojos brillantes en Clara.

—Tú. —Señaló con un dedo huesudo—. Tú me recuerdas a mí cuando era joven.

Clara sonrió, amable.
Error fatal número uno.

—Oh, muchas gracias, señora.

—Sí, joven, hermosa, brillante… —la anciana hizo una pausa dramática— …y con una fila de hombres detrás de mí como si yo repartiera pan caliente.

Lucía se atragantó con el agua.

—Bueno, no sé si…

—Pero tú —continuó la anciana, acercándose más—, tú tienes mirada peligrosa. De rompecorazones. De esas que hacen que el hombre crea que la puede cambiar y luego puf —chascó los dedos—. Lo pierdes igual que yo perdí a Agapito.

—¿Agapito? —repitió Jorge, demasiado fascinado.

La anciana suspiró trágicamente, mirando una silla vacía como si ahí estuviera el espíritu del tal Agapito.

—Un hombre hermoso… aunque algo tonto. Una vez confundió una cabra con un perro y quiso adoptarla.

Lucía ya estaba llorando de risa.

La anciana tomó la mano de Clara.

—Escúchame bien, jovencita. Si un hombre te invita a comer pizza… cásate con él.

Clara se quedó congelada.
El problema no era el consejo.
El problema era que, a dos mesas de distancia, estaba Leo. Había llegado hacía cinco minutos, justo cuando todos estaban ocupados comentando si la pizza debía llevar piña o no.

Él levantó la mano en un saludo pequeño, medio sonriente.

La anciana lo vio. Abrió los ojos. Sonrió como quien ve su propia telenovela cobrar vida.

—¡Y ahí está! —anunció, señalándolo teatralmente—. ¡El pretendiente!

Clara sintió su alma abandonar el cuerpo.

—No, no, no, él solo… —intentó decir, roja como tomate.

Pero la anciana se volteó hacia Leo.

—Joven —dijo con solemnidad—. ¿La amas o solo quieres reírte en su funeral?

Leo parpadeó.

—Eh… ¿hay una tercera opción?

La jefa se tapó la boca para no explotar de risa.

Clara quería evaporarse.

La anciana, muy convencida, asintió.

—Sí. Puedes adoptarle una cabra. Pero no lo recomiendo. Las cabras siempre ganan.

Y así como había llegado, dio media vuelta y se fue caminando lentamente, como quien deja atrás una profecía imposible de interpretar.

Silencio.

Luego, toda la mesa explotó en carcajadas.

Clara escondió la cara entre las manos.

Leo se sentó junto a ella, todavía con una sonrisa torcida.

—Entonces —dijo en voz baja—, ¿quieres una pizza o una cabra?

Clara soltó la risa.

—Solo… si tú la alimentas.

Leo apoyó su brazo en el respaldo de la silla.

—Trato hecho.

La mesa todavía vibraba de risas cuando la anciana desapareció por la puerta, como si hubiera salido sostenida por un viento teatral.

—Creo que acabamos de presenciar una bendición ancestral —dijo Lucía, limpiándose las lágrimas.

—O una maldición —agregó Jorge—. Si mañana aparece una cabra siguiéndonos, sabremos la verdad.

No invoquen cosas —dijo Clara, aún roja, escondiéndose detrás del menú como si pudiera volverse invisible.

Leo, mientras tanto, abrió un pequeño paquete de salsa picante con una calma irritantemente encantadora.

—¿Entonces yo soy el pretendiente? —preguntó con voz neutra, como quien habla del clima.

Clara casi tiró el vaso.

—No empieces.

—No estoy diciendo nada —dijo él, levantando las manos—. Solo... observando el contexto narrativo.

—¿Narrativo? ¿Ahora somos un libro? —dijo Clara.

Leo la miró.
Directo.
Suave.
De esos que no necesitan ser intensos para dejarte sin aire.

—Siempre lo fuimos —respondió.

Lucía soltó un sonido parecido a un "ooooooh" de secundaria.
La jefa la codeó.
Jorge se atragantó otra vez.

—Bueno —dijo la jefa, enderezando su postura—, la comida llegó. Coman antes de que la historia se nos ponga trágica.

La pizza fue un descanso.
Queso derretido, tomates dulces, albahaca fresca.
Clara pudo sentir su alma regresar al cuerpo.
Leo le pasó una servilleta cuando se manchó la barbilla sin decir nada, como si ya lo hubiera hecho mil veces.
Ella no entendió por qué eso la desarmó más que cualquier palabra.

—¿Ah, no vas a decirme nada de la cabra? —insistió Leo, después de un rato, con una ceja levantada.

—Si alguna vez me llegas con una cabra a mi casa, te juro que llamo a emergencias —respondió Clara.

—¿Y qué les dirías? —preguntó él.

Clara tomó aire, levantó la mano como si sostuviera un teléfono imaginario y dijo:

—"Hola, sí, disculpe, necesito ayuda. Un hombre muy insistente ha traído una cabra para declarar su amor. No, no es una metáfora. Sí, está en mi sala. Sí, está comiendo mis cortinas."




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