Manual de citas para torpes

Capítulo 27- Visita Familiar Nivel Jefe Final

El sábado llegó más rápido de lo que Clara estaba preparada para aceptar.

Despertó tarde, se puso jeans, una camiseta floja y recogió su cabello en un moño que pretendía verse casual, pero que gritaba me arreglé porque me importa cómo me veré, pero no quiero que se note.

Antes de salir, se miró en el espejo.

—No es una cita —se recordó a sí misma, con el tono autoritario de alguien que está a punto de perder el control de la situación—. Es almuerzo familiar. Punto.

Su estómago no le creyó.

Tampoco su corazón, que estaba latiendo como si fuera a presentar examen final de química orgánica sin haber estudiado.

Cuando escuchó el timbre, tragó saliva.

Respiró.

Y abrió la puerta.

Leo estaba ahí.

Con una bolsa de pan casero bajo el brazo, una sonrisa tranquila, y ese brillo en los ojos que Clara estaba empezando a reconocer como un peligro suave.
No uno que destruye.
Uno que se queda.

—Buen día —dijo él, como si no estuviera detonando fuegos artificiales emocionales en su entrada.

—Buen día —respondió Clara, intentando sonar neutral y fallando miserablemente.

Caminaron juntos hacia la salida del edificio, y aunque el aire era fresco y el cielo estaba claro, la tensión entre ellos era como un hilo fino que vibraba sin romperse.

Ella empujó las manos dentro de los bolsillos.

Él caminó con una calma tan descarada que Clara sintió ganas de morderlo.

No en un sentido ofensivo.
Desafortunadamente.

—¿Nerviosa? —preguntó él, mirando hacia adelante.

—¿Yo? No. Para nada. Mi madre solo tiene el hobby de analizar a las personas como si estuviera seleccionando ganado premium, pero todo bien —respondió con ironía.

Leo soltó una risa corta.

—Suena… acogedor.

—Oh sí, totalmente. Mi infancia fue un festival.

Subieron al bus.

Y por un momento, hubo ese silencio suave.
Ese donde no se necesita hablar para sentirse acompañado.

Clara no lo miró.
Porque si lo hacía… sabía que iba a pasar algo.
No algo grande.
Algo pequeño.
Algo que cambia todo.

La casa de la madre de Clara estaba igual que siempre: color pastel, plantas en exceso, un mantel bordado con gallinas que se negaba a jubilarse y un ambiente que olía a café recién hecho y un poco a recuerdos.

Cuando la puerta se abrió, la madre no saludó primero a Clara.

—¡LEOOOOOOO! —exclamó, como si él fuera la estrella invitada de su serie favorita.

Lo abrazó.
Fuerte.
Con cariño.
Con risitas incluidas.

—Hola señora —respondió él, casi ahogado.

—Ay, por favor, señora dice la gente que me debe dinero. Llámame Marta.

Clara la miró con la expresión universal de: ¿y esta actuación, qué?

Pero no tuvo tiempo de procesarlo porque ahí apareció él.

El enemigo.

El perro.

Un pomeranian excesivamente peludo llamado Solovino, aunque nunca se supo de dónde venía esa historia porque Clara estaba segura de que ese perro venía de una tienda carísima, no de ninguna calle.

El pomeranian, al ver a Leo, se enamoró.

No “se alegró”.

No “estaba contento”.

SE ENAMORÓ.

Corrió a él como si fueran Romeo y Julieta reencontrándose en Verona, le saltó encima, le lamió la cara, le apoyó las patitas en el pecho y miró hacia arriba con ojos brillantes.

Clara observó.

Y sintió algo.
Algo incómodo.
Punzante.

—¿Estoy… celosa del perro? —pensó.

Solovino suspiró enamorado.

Leo le rascó la cabeza con una ternura indescriptible.

Clara apretó los dientes.

—Ok —dijo, cruzándose de brazos—. ¿Podemos recordar quién trajo a quién aquí?

La madre la ignoró completamente.

—¡Mira Solovino, encontró novio! —celebró.

—No, mamá —dijo Clara.

—¡Déjalos, Clara! El amor verdadero es escaso.

—Mamá, es un perro.

—¡Pero un perro con visión!

Leo intentó no reírse.
Falló instantáneamente.

Clara lo fulminó con la mirada.

Él le guiñó un ojo.

Y ese guiño fue peor que cualquier comentario.

Porque ese guiño… hablaba.

El almuerzo fue cálido, ruidoso y lleno de risas, aunque Clara pasó la mitad del tiempo intentando apartar a Solovino de la pierna de Leo, que ya parecía dispuesto a proponerle matrimonio canino.

Ella hablaba.
La madre contaba anécdotas que Clara desearía borrar de la historia de la humanidad.
Leo escuchaba, sonriendo.
Siempre.

Y Clara pensó:

Esto podría ser hogar.
Si yo lo permitiera.

Pero justo cuando ese pensamiento se formó, llegó el otro:

¿Y si lo arruino todo?

La cucharita chocó contra la taza.

Clara levantó la mirada.

Leo la estaba observando.

Con calma.

Con algo que ella no quería nombrar.

Simone, con esa energía misteriosa que solo las madres poseen —esa que surge cuando “va a pasar algo y tú no lo sabes pero yo sí”— se levantó de la mesa en cuanto todos terminaron de comer.

—Muy bien —anunció con voz teatral—. Ya que hemos compartido el pan, el vino, el postre y la presencia de este hombre maravilloso —dijo, señalando a Leo con ambas manos como presentándolo en un programa matutino—, ha llegado el momento de mi actividad favorita:
Recuerdos audiovisuales familiares.

Clara parpadeó.

—No. Mamá. No. NO.

—Oh, sí —respondió Simone ya caminando hacia una caja enorme en la sala.

Leo, con una cara peligrosamente curiosa, murmuró:

—¿Qué pasa?

—Lo que pasa —respondió Clara frunciendo la boca— es que mi madre tiene un archivo criminal en VHS de mi infancia. Con extensiones digitales. Restaurado en HD, versión del director.

—No exageres —dijo su madre sacando una pila de álbumes con la misma energía de alguien que está por revelar documentos ultrasecretos del FBI—. Son tiernos.




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