El lunes amaneció sin piedad.
Y cuando digo sin piedad, quiero decir: mi despertador llevaba sonando desde las 6:30, eran las 7:20, yo estaba en una posición en la cama que desafiaba la anatomía humana, y mi cerebro estaba tan dormido que el único pensamiento coherente que tuvo fue:
“¿Y si simplemente… no me levanto nunca más?”
Pero la realidad es que aunque me gustara actuar como protagonista de tragedia existencial, igual tenía que trabajar. Me hubiera gustado que el fin de semana fuera más largo, pero bueno el domingo pasó muy rápido a pesar de que no hice nada. Así que me obligué a abrir los ojos, me senté, y mi cabello decidió adquirir la forma de un arbusto con electricidad estática.
—Nueva semana, nueva yo —murmuré, sabiendo perfectamente que era mentira—. O la misma yo, pero con café.
Fui al baño, me miré al espejo y recordé, como idiota, el fin de semana.
Mi mamá sonriendo como si hubiera descubierto el significado de la vida.
Leo riéndose con ella en la cocina.
Él quitándome una miguita de pan del pelo como si fuera lo más normal del mundo.
Y la mirada.
Esa mirada. No una romántica… no todavía.
Era peor. Era la clase de mirada que dice: Te veo.
Yo fruncí el ceño al espejo.
—No significa nada —me dije—. Solo fue… pan. Y familia. Y cercanía. Y… no es nada.
El espejo, muy sabiamente, no respondió.
Pero si pudiera, estoy segura que habría dicho: Ajá, dale, sigue negando.
Me vestí con la velocidad emocional de un caracol con deuda existencial y salí al mundo real.
Cuando llegué a la oficina, Lucía ya estaba allí, con su café, su moño perfectamente simétrico y su expresión de sé que vienes con chisme.
—Ah, mira quién vuelve —dijo inclinándose sobre mi escritorio—. La novia del fin de semana.
—¡No! —respondí demasiado fuerte— ¡No fue una cita!
—No dije cita —dijo ella sonriendo como villana elegante—. Dije fin de semana. Así se llama ahora cuando alguien te mira como si fueras la cosa más interesante de la habitación.
—No me miró así.
—Ajá.
—¡No me miró así!
—Ajáaaaaa.
No sé cómo lo hace, pero Lucía tiene la capacidad de ganar discusiones con vocales largas. Es injusto.
Me dejé caer en la silla.
—Mi mamá ya nos estaba planeando la boda.
—Natural —dijo Lucía, sorbiendo café con la elegancia de un cisne con mala intención.
—Y él… él solo estaba siendo él. Amable. Suelto. No significa nada.
—Clara —dijo Lucía poniéndose seria cinco segundos porque la trama lo exige—. Cuando estés lista para aceptar que te gusta, yo te sostengo la mano durante el proceso. Incluso puedo imprimir folletos.
—No estoy enamorada.
—Ajá.
Me rindo.
—Clara —apareció la jefa detrás de un archivador como un fantasma administrativo—. Necesito la nueva versión del artículo de parejas.
Ya me dolió el alma.
—Sí, lo estoy revisando —mentí. Como profesional.
—Quiero algo más humano, Clara. Lo tuyo siempre parece que le tienes miedo a los sentimientos. El amor no es una fórmula matemática.
Eso sí dolió.
—Estoy trabajando en… sentir.
—Ajá —contestó la jefa, idéntica a Lucía, traicionera y tranquila—. Mañana quiero avances.
Y se fue. Sin sonido. Como murciélago.
Me desmoroné en la silla como masa de pan derrotada.
Ding: Leo
Leo:
Encontré algo hoy en una librería.
Me mandó una foto.
Un libro viejo, gastado, subrayado.
La frase decía:
“Algunas historias no necesitan corregirse. Solo contarse.”
Fue como si alguien hubiera tocado mi tristeza con una mano cálida.
Clara:
Tienes una habilidad para decir cosas que me obligan a sentir.
Leo:
Sí :)
Es divertido.
Clara:
Molesto.
Leo:
También eso.
No sé por qué sonreí.
Pero sonreí.
A media mañana, Mateo apareció con su sonrisa tranquila y ojos que parecían entender demasiado.
—Hey —dijo suave—. Solo quería decir que… siento si antes te presioné. Estabas pasando por mucho. Yo solo quería estar, pero no lo hice bien.
Me quedé quieta.
No incómoda.
Solo… sorprendida.
—Gracias —le dije—. De verdad.
—Si alguna vez quieres hablar o solo respirar un rato… sin expectativas… aquí estoy.
No hubo tensión.
No hubo romance.
Solo paz.
Lucía desde lejos:
—Desarrollo de personaje logrado. ¡Bravo!
Yo: —¿Puedes no narrar la vida en vivo?
Lucía: —No prometo nada.
Después del trabajo, volviendo a casa, apareció el gato.
Ese gato callejero que ignora a todo el mundo desde hace meses.
Todos dicen que es arisco, imposible de domesticar.
Pero cada vez que Leo aparece, el gato actúa como si él fuera la reencarnación de un dios antiguo de la ternura.
Yo lo miré.
Él me miró.
—No me mires así —dije—. No estoy enamorada.
El gato parpadeó lento.
Traducción: Amor.
—Nada de eso. —Me crucé de brazos—. Solo es alguien que me cae bien.
El gato bostezó, claramente decepcionado de mi coeficiente emocional.
Y en ese momento, escuché pasos.
—¿Con quién discutes ahora? —preguntó Leo, apareciendo con una bolsa de pan bajo el brazo.
Respiración: suspendida. Corazón: inútil. Gato: orgullo puro.
—Con… nadie —dije.
Leo miró al gato.
El gato ronroneó como si hubiera estado esperando su entrada de ópera.
—Ah. Con él.
Y fue uno de esos silencios que no son incómodos.
Solo… llenos.
Él se acercó, tranquilo.
—Clara —dijo suave—. No tienes que decidir nada ahora. Yo no voy a ninguna parte.
Sentí algo en el pecho.
Algo que quise ignorar. Algo que estaba cansada de ignorar.
—Gracias —logré decir.
Él sonrió.
Dios, esa sonrisa.
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El gato se restregó en su pierna.