El amanecer llegó sin preguntar.
No dormí mal, pero tampoco del todo bien. Era una de esas noches en las que el cuerpo descansa, pero la mente sigue caminando por pasillos que no existen. Aun así, cuando abrí los ojos, había algo distinto en el aire. Ligero. Silencioso. Como si alguien hubiera pasado por mi pecho mientras dormía y hubiera hecho espacio.
El gato —mi no-gato— estaba en la almohada, con la cara pegada a la mía, respirando como si hubiera pagado alquiler.
—No eres mío —le dije.
El gato bostezó en mi cara.
Ok. Punto para él.
Me levanté, preparé café y miré mi portátil cerrado sobre la mesa. No lo toqué. A veces las palabras necesitan saber que no estás desesperada. Se resisten si las persigues demasiado.
Envié el mensaje a la jefa:
Buenos días. Trabajaré desde casa hoy para avanzar el artículo. Creo que encontré el enfoque.
Ella respondió con un “👌” y un sticker de un zorro escribiendo frenéticamente. No sé si fue apoyo o amenaza laboral pasivo-agresiva.
Mientras el café goteaba, me apoyé en la encimera y pensé en lo de ayer.
En él diciendo Voy a volver mañana como si fuera lo más simple del mundo.
En cómo no me asusté.
En cómo eso, por sí solo, era enorme.
Me di cuenta de que estaba sonriendo. Y casi me regañé por eso. Casi. Pero me dejé.
El sonido del teléfono interrumpió ese pequeño milagro.
Era un mensaje de Leo.
Leo: Voy camino. ¿Quieres desayuno o mejor improvisamos con lo que tu cocina tenga (que seguramente es aire y té)?
Rodé los ojos… pero tenía razón.
Yo: Tengo pan. Y café. Y dignidad.
Leo: La dignidad no se come, Clara.
Yo: No subestimes mi capacidad de sobrevivencia.
Leo: Ya llego. No pelees con el gato. Sé que él gana.
Toqué mi frente.
El universo entero conspiraba para hacerme admitir que ese animal ahora vivía aquí.
Golpe suave en la puerta.
No timbre.
No insistencia.
Solo… presencia.
Abrí.
Ahí estaba.
Con el pelo un poco revuelto, las manos en los bolsillos y una bolsa de pan fresco que claramente había comprado solo para poder burlarse de mí.
—Traje refuerzos —dijo, levantándola.
—El gato te quiere por eso —respondí.
El gato, como para confirmar la teoría, corrió hacia él como si fuera la reencarnación de la primavera.
—Lo sabía —dijo Leo, satisfecho, como si hubiera ganado una guerra emocional contra un felino de tres kilos.
Entró. No preguntó. No necesitaba.
Y otra vez, esa sensación.
Espacio.
Nos sentamos a desayunar. Pan caliente. Café. Silencio cómodo.
Pero no un silencio vacío; uno lleno de cosas que todavía no decíamos, pero estaban ahí.
—¿Lista para escribir? —preguntó al final.
—No lo sé —respondí.
—Está bien —dijo. —Yo tampoco estoy listo para muchas cosas que igual hago.
Me miró.
No para analizarme, ni para descubrir algo.
Solo para estar.
Leo se quedó en la mesa mientras yo llevaba el portátil al salón. Sentí que si lo abría en la cocina, con el olor a café y el pan todavía en la mesa, iba a distraerme pensando en cualquier cosa menos en lo que tenía que escribir.
El gato —que ya no tenía sentido seguir negando que vivía conmigo, pero por principios continuaría haciéndolo— me siguió de habitación en habitación como si fuera mi guardaespaldas personal de apenas tres kilos.
Me senté en el sofá y abrí el archivo del artículo.
El cursor parpadeó.
Leo se sentó al otro extremo del sofá, sin invadir, sin acercarse demasiado. Se acomodó como alguien que no se queda por casualidad, sino porque pertenece allí. Sacó un libro, lo abrió, y comenzó a leer en silencio.
Yo escribí dos palabras.
Luego las borré.
Escribí tres más.
Las borré también.
Suspiré tan fuerte que el gato me miró como si yo fuera una decepción para el reino felino.
—Respira —dijo Leo, sin levantar la vista del libro.
—Estoy respirando —repliqué.
—Respira menos dramáticamente, entonces.
Le lancé un cojín.
Él lo atrapó sin siquiera mirar.
—Eso es injusto —murmuré—. Nadie debería poder tener reflejos cuando está leyendo.
—Es un talento adquirido —respondió, finalmente levantando la mirada—. Aprendes muchas cosas cuando vives rodeado de primos pequeños que lanzan cosas simplemente porque sí.
—Siento que tu infancia fue una zona de guerra.
—Lo fue.
Nos sonreímos.
Y el cursor siguió parpadeando.
Escribir sobre sentimientos es como intentar atrapar humo con las manos. O como descifrar un idioma que todos parecen hablar menos tú.
Respiré otra vez —un poco menos dramáticamente, lo admito— y escribí:
“Amar no es grandioso. No es épico. No es una película.
Amar, cuando es real, es estar.
Es quedarse.
Incluso cuando no hay nada que decir.”
Mis dedos se detuvieron.
Leo no dijo nada. Pero me vio. Y no apartó la mirada.
A media mañana, la jefa decidió recordar que existía.
Mi teléfono vibró con una videollamada.
—Ni se te ocurra —murmuré.
El gato, por supuesto, saltó al teclado, lo que automáticamente aceptó la llamada.
La jefa apareció en la pantalla.
Cabello perfecto. Maquillaje perfecto. Voz de tengo diez reuniones al mismo tiempo y aún así lo controlo todo.
—Clara —dijo—, ¿cómo va ese artículo?
El gato caminó frente a la cámara como si se tratara de un desfile de modas.
La jefa frunció el ceño.
—¿Eso es… un gato?
—No es mío —respondí.
—Ajá. Claro —dijo la jefa, uniéndose a la religión universal de gente que no me cree nada.
Leo, desde el sofá, intentó no reírse. Lo intentó. Falló.
La jefa lo escuchó.
—¿Hay alguien contigo?