El sol aún no había terminado de salir cuando Leo ya estaba caminando por la calle de Clara.
Llevaba la bufanda en una mano y una bolsa con croissants en la otra, porque según su lógica, toda confesión emocional debía ir acompañada de carbohidratos.
El aire estaba frío, y su respiración formaba pequeñas nubes. No sabía si era el invierno o los nervios.
Ambos, probablemente.
Durante el trayecto repasó lo que iba a decir.
“Clara, quería decirte algo…”
No. Demasiado formal.
“Creo que empiezo a sentir…”
No. Demasiado cursi.
“Solo quería ser honesto contigo.”
Honesto sonaba bien. Neutro. Respirable.
Pero cada frase que ensayaba sonaba peor que la anterior.
Así que decidió callar y dejar que el momento hablara por él, como si eso fuera algo que pudiera controlarse.
Cuando llegó al edificio, el gato estaba en la ventana. Lo miró con la misma expresión que la tarde anterior, mezcla de juicio y aceptación.
—Te gané el turno de visita —murmuró Leo.
Subió.
Golpeó la puerta, una vez.
Y la puerta se abrió antes de que pudiera respirar.
Clara estaba ahí.
Con el cabello un poco desordenado, una taza de café en la mano y una sonrisa que no sabía que tenía hasta que lo vio.
—Viniste temprano —dijo.
—Traigo tu bufanda. Y… refuerzos.
Levantó la bolsa. El olor a pan recién hecho llenó el pasillo.
El gato apareció entre sus piernas y se enredó en la bufanda como si reclamara la propiedad.
—Te dije que ese gato conspira contigo —dijo Clara.
—No, él solo tiene buen gusto en compañía.
Entró.
Otra vez sin pedir permiso.
Otra vez con esa naturalidad que no se fabrica, que solo pasa cuando alguien encaja sin esfuerzo.
Clara sirvió dos tazas. El vapor del café dibujaba espirales en el aire.
Leo la miró mientras se movía por la cocina, en esa calma suya que era casi un lenguaje.
Y supo que tenía que decirlo.
Ya.
Antes de que el valor se evaporara como el vapor del café.
Se sentaron.
Ella sopló su taza.
Él respiró hondo.
—Clara… —empezó.
Ella levantó la vista.
Sus ojos se encontraron.
Él sintió cómo la garganta se le secaba.
Era ahora. Tenía que hacerlo.
El corazón latía con ese tambor ridículo que precede a las decisiones importantes.
—Hay algo que quiero decirte —continuó.
Ella no dijo nada. Solo esperó.
Y entonces, justo ahí, en el borde perfecto del momento…
El teléfono de Leo empezó a sonar.
Una melodía absurda, alegre, completamente incompatible con la gravedad del instante.
Clara parpadeó.
Leo revisó la pantalla.
“Mamá”.
Por un segundo dudó en dejarlo sonar.
Pero su madre no era alguien que se rindiera fácilmente ante el buzón de voz.
Y si no contestaba, lo llamaría veinte veces más.
Suspiró.
—Lo siento, tengo que… —
Clara asintió.
—Claro.
Se levantó y atendió.
—¿Mamá?
—¡Leo! ¡Por fin! Te llamé anoche, ¿por qué no contestas?
—Estaba ocupado.
—¿Ocupado con qué? ¿Otra de tus eternas lecturas nocturnas? Deberías dormir, hijo. Te vas a enfermar.
Leo cerró los ojos.
—Estoy bien, mamá.
—¿Y comiste?
—Sí, comí.
—¿Solo o acompañado?
Miró a Clara.
Ella lo observaba, con una mezcla de ternura y contención, intentando no escuchar.
El gato, en cambio, estaba fascinado.
—Acompañado —dijo Leo, sin pensar.
Hubo un silencio al otro lado.
Y entonces la voz de su madre cambió de tono.
—¿Acompañado con quién?
—Con… una amiga.
—Ah. Una amiga. —Repitió las dos palabras con el tono exacto que usan las madres que saben que no es “una amiga”.—
¿Y esa amiga tiene nombre?
Leo giró hacia la ventana.
—Clara —dijo.
El silencio volvió.
Esa clase de silencio que solo una madre sabe usar para escanear el alma de su hijo a distancia.
—No me digas que es esa Clara. La del artículo. La que decías que era “demasiado complicada”.
—La misma —admitió.
—Ay, Leo… —Su madre suspiró al otro lado del teléfono, con una mezcla de resignación y cariño.— Sabes lo que pienso: las mujeres complicadas hacen que los hombres buenos terminen escribiendo poemas tristes.
Él sonrió apenas.
—Tal vez los poemas no son tan malos.
—Tú no necesitas tristeza, hijo. Necesitas estabilidad.
Leo miró a Clara sirviendo más café, ajena al diálogo, concentrada en no volcar la jarra.
Y pensó que eso era justo lo que le daba: estabilidad en medio del caos.
El tipo de calma que no viene de no tener problemas, sino de compartirlos.
—Mamá —dijo despacio—, estoy bien. De verdad.
—Ya veremos. Pásate este fin de semana. Tu tía pregunta por ti.
—Lo haré.
—Y come algo que no tenga nombre francés, ¿sí? Croissants, brioches… Eso no alimenta.
—Sí, mamá.
—Te quiero, hijo.
—Yo también.
Colgó.
El silencio volvió a instalarse, pero no era el mismo.
Era otro. Más denso.
Leo guardó el móvil en el bolsillo y se quedó quieto un instante.
Clara lo observaba desde la mesa.
—¿Todo bien?
—Sí. —Sonrió, suave—. Mi madre cree que los croissants son una amenaza nacional.
Clara rió.
—No está del todo equivocada.
Él se sentó de nuevo.
Quiso volver al punto donde lo había dejado, a esa línea donde casi había dicho la verdad.
Pero el momento ya no estaba.
Se había ido, como el vapor del café.
Y sin embargo, algo en su mirada, algo en el modo en que ella lo observaba ahora, le dijo que no hacía falta apresurarse.
Que quizá ella ya sabía.
Que quizá ambos lo sabían.
Solo que ninguno estaba listo todavía para romper la calma y ponerle nombre a lo que había entre ellos.
El gato saltó sobre la mesa y empujó una miga de pan con su pata, como si también opinara que las confesiones podían esperar.