Manual de citas para torpes

Capítulo 31- Lo que no debía escuchar

El amanecer del día siguiente llegó sin permiso y sin delicadeza.
Mi despertador decidió traicionarme con una canción que parecía burlarse de mi falta de sueño. El gato —sí, ese gato que no es mío— se estiró sobre mi pecho como si fuera su colchón personal y me miró con cara de “bueno, humana, ¿no trabajas hoy o qué?”.

—Ojalá pudiera vivir como tú —murmuré—. Comer, dormir, ignorar la realidad y parecer adorable mientras tanto.

El gato bostezó. Pura crueldad felina.

El café no sabía igual sin Leo allí, y me di cuenta de que eso era un problema.
Porque nada debería depender del café ni de un chico.
Pero ahí estaba yo, mirando la taza como si dentro se escondiera el sentido de la existencia.

A las ocho en punto, la jefa envió un mensaje con su habitual entusiasmo corporativo:

Jefa: “Reunión a las 10:00. Evaluaremos el artículo. Lleva energía y buenas noticias 😄☕️”.

Traducción: Si no es brillante, disimula bien.

Me vestí, respiré hondo y recé (no a un dios, sino al Wi-Fi, porque mi suerte dependía de que los archivos se abrieran sin corromperse).
El gato se subió a la mesa y hundió una pata en mi taza. Genial. Café con aroma a pata. Café a la felina.

Llegué al trabajo con esa sensación de “¿estoy preparada?” mezclada con “¿qué hago con mi vida?”.
Lucía estaba en su escritorio, escribiendo como si intentara ganarle a la velocidad de la luz.

—Buenos días —dije.

—Si sobrevives a la reunión con la jefa, te compro un pastel —contestó sin levantar la vista.

—¿Eso es apoyo o amenaza?

—Motivación —replicó ella, sonriendo apenas.

La jefa apareció puntual, como un reloj suizo con perfume caro.
Se sentó al frente, abrió su carpeta y miró mi artículo.

El silencio duró tanto que me dieron ganas de fingir un incendio para escapar.

Finalmente, habló.

—Clara… —pausa dramática—. Esto… me gusta.

Tuve que contener el impulso de mirar si había otra Clara detrás de mí.

—¿En serio?

—Sí. Es honesto. Sutil. Tiene emoción sin volverse cursi. No sabía que podías escribir así.

Lo dijo con un tono que sonaba casi a sorpresa, como si en secreto pensara que mis textos solo servían para llenar huecos entre los buenos.

Lucía me guiñó un ojo.
Yo respiré por primera vez en toda la mañana.

—Solo hay una pequeña cosa —añadió la jefa, y mi alma volvió a salir de mi cuerpo.

—¿Sí?

—Quiero que escribas una segunda parte. Algo más… personal. Con ejemplos reales. Te envié unos perfiles de posibles historias. Puedes elegir con cuál trabajar.

“Perfiles”.
Tradúzcase: Hombres con fotos y biografías de LinkedIn recicladas.
Fantástico. Lo que faltaba. Tinder profesional.

Asentí, fingiendo entusiasmo.

—Claro. Los revisaré.

—Excelente —dijo ella, levantándose con una sonrisa que podría dirigir una empresa o iniciar una secta—. Confío en ti.

Cuando se fue, Lucía me empujó con el codo.

—¿Qué te envió?

—Una lista de potenciales desastres sentimentales, aparentemente.

Ella rió.

—Al menos tendrás material para escribir.

—O para llorar.

Volví a mi escritorio, abrí el correo y ahí estaban:
cinco perfiles.
Cinco hombres con descripciones tan vagas que parecían escritas por inteligencia artificial.

  1. “Aficionado al senderismo, amante de los atardeceres.”
  2. “Programador apasionado por el café y las películas malas.”
  3. “Emprendedor en búsqueda de conexión real.”
  4. “Músico independiente (traducción: desempleado con guitarra).”
  5. “Amante de los gatos.”

Ese último me observaba desde la pantalla como una broma cósmica.

Lucía se asomó.

—¿Y bien?

—Creo que el universo se está riendo de mí —dije—. Uno ama los gatos. ¿Qué más falta? ¿Que se llame Leo?

Ella se atragantó con el café.

—¡No puedes escribir sobre él!

—Tranquila —respondí—. Aún no estoy tan desesperada.

Aun así, algo dentro de mí se removió.
Pensar en Leo era… inevitable.
Desde el “mañana” que se volvió costumbre, hasta su voz calmada diciéndome que escriba la verdad.
Y eso era justamente lo que la jefa quería ahora: verdad.

Decidí que esa sería mi historia: no los perfiles, no los desconocidos, sino lo que se siente cuando alguien entra en tu vida y empieza a quedarse sin pedir permiso.

Escribí sin parar por horas.
El teclado sonaba como una lluvia leve, constante.
El gato —mentalmente lo llamaba así incluso estando en la oficina— se me aparecía en la cabeza, y cada vez que recordaba su ronroneo, una línea nueva surgía.

Cuando terminé, me dolían los dedos, pero no el pecho.
Eso ya era progreso.

A las cinco en punto, envié el archivo.
Cerré el portátil y me quedé mirando la pantalla vacía.
Lucía pasó detrás de mí y me dejó una galleta.

—Por sobrevivir a otro día de capitalismo emocional —dijo.

—Brindaré con café recalentado.

Salí del trabajo con esa mezcla extraña de alivio y nerviosismo.
El cielo estaba gris, de ese tono que huele a cambio.
Y sin planearlo, terminé caminando hacia el barrio de Leo.

No era una cita.
No exactamente.
Solo quería agradecerle. O al menos eso me repetía.

Había visto un anuncio de un supermercado local: “Especial de pollo horneado con papas al romero”.
Sonaba como la excusa perfecta para justificar mi repentina necesidad de verlo.

Mientras caminaba, repasaba frases que jamás diría:
“Hola, vine porque tenía hambre y emocionalmente soy dependiente del pan que traes”.
“Hola, no pensé en ti todo el día, lo juro”.
Ninguna sonaba convincente.

Llegué a su edificio.
El sol se estaba escondiendo detrás de los tejados.
Desde abajo, podía ver su terraza.
Ahí estaba él.
De pie, hablando por teléfono, riendo.




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