El día siguiente amaneció pesado, como si el universo hubiera decidido ponerle plomo a cada minuto.
Dormí poco. No mal… solo poco. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Leo diciéndole a su madre que le gustaba.
Y yo ahí, en la escalera, con la dignidad colgando de un hilo y un pollo congelado en la mano.
El gato dormía enroscado en mi cuello, como una bufanda con garras.
Cuando me moví, él se estiró con la vanidad de un modelo profesional y se acomodó encima del pecho, impidiéndome levantarme.
—Tú solo estás aquí por el pollo —le dije.
“Mrrrp”, respondió, sin negar la acusación.
Me levanté a trompicones, preparé café y decidí no pensar demasiado.
Mala idea.
Pensé muchísimo.
A eso de las diez, el pánico empezó a instalarse en mi estómago como un turista que piensa quedarse a vivir.
Tenía que limpiar.
Tenía que cocinar.
Tenía que existir sin parecer una persona al borde de un ataque de nervios.
El gato me observaba desde el sofá.
—¿Qué miras?
—Mrrrp.
Hice una lista mental del orden de las catástrofes:
Spoiler interno: no logré cumplir el punto 2. Ni el 6. Ni el 7 del todo.
Al mediodía la jefa me escribió:
“Clara, recuerda enviarme mañana el artículo completo. Lo de ayer estuvo muy bien. Sigue así.”
Una parte de mí se alegró.
La otra parte gritó por dentro: ¿cómo se supone que haga cualquier cosa con el cerebro convertido en puré sentimental?
Decidí que era hora de cocinar.
Busqué recetas que no exigieran sacrificios humanos o habilidades culinarias avanzadas. Encontré una que decía “pollo fácil”.
Era mentira.
Todo es difícil cuando la persona que te gusta va a tu casa.
Mientras el pollo marinaba, yo limpiaba frenéticamente.
Pasé la aspiradora tantas veces que el gato me miró con lástima.
—Sí, estoy nerviosa. ¿Y qué?
El gato bostezó.
A las cinco de la tarde, el apartamento ya olía a especias, limón y… pánico.
A las cinco y media, me puse ropa “neutral”: ni muy bonita, ni muy casual, ni muy “me esfuerzo”, ni muy “me da igual”. Un equilibrio imposible.
Terminé con un suéter que decía “me importa suficiente, pero no demasiado”.
A las cinco cincuenta, empecé a sudar.
No sé si por el horno o por el miedo.
A las cinco cincuenta y nueve, sonó el timbre.
Me quedé congelada.
El gato corrió hacia la puerta como si su rey acabara de llegar.
Respiré hondo.
Una.
Dos.
Tres veces.
Abrí.
Leo estaba ahí.
Con una chaqueta azul, el cabello un poco desordenado, las manos en los bolsillos y esa sonrisa leve —esa que no enseña dientes, pero enseña todo lo demás—.
—Hola —dijo.
—Hola —respondí, en un idioma aproximado al humano.
El gato se restregó contra sus piernas en modo fan número uno.
—Creo que tu gato me quiere más que tú —dijo, y entró como si fuera la cosa más normal del mundo.
—No es mi gato —repetí, por automatismo.
No me creyó. Nadie me creía ya.
Leo miró alrededor, olfateó el aire y sonrió más.
—Huele… bien.
—Gracias, casi quemo la casa.
—Eso no me sorprende.
Se sacó la chaqueta, la dejó en el respaldo del sofá y se remangó un poco las mangas.
No tenía derecho a estar tan tranquilo.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó.
—Sí, puedes… eh… —mi cerebro se apagó como una lámpara barata—. Puedes poner la mesa.
La puso como si fuera experto en cenas íntimas.
Yo intentaba actuar normal, pero el pollo sabía que estaba nerviosa. Las especias también. Todo lo que olía bien en esa habitación sabía la verdad.
Serví la comida.
Nos sentamos.
El gato también, en una silla, como un mafioso evaluando si éramos dignos de seguir viviendo.
Los primeros minutos fueron tranquilos.
Demasiado tranquilos.
—Esto está muy bueno —dijo Leo después del primer bocado.
Me sonrojé.
O me quemé.
O ambas cosas.
—Gracias —dije—. Es… pollo.
—Sí. Y sabe a pollo.
—Ese era el objetivo.
Nos reímos.
El gato también maulló, reclamando pollo. Le di un pedazo.
Leo me miró como si acabara de ver mi versión maternal felina.
—Entonces… —comenzó, dejando el tenedor—. Tengo que decirte algo.
Mi alma salió de mi cuerpo.
Flotó hacia el techo.
El gato me pateó metafóricamente para que volviera.
Yo tragué saliva.
—¿Qué… cosa? —pregunté con voz de flan emocional.
Leo respiró hondo.
Miró la mesa.
Luego me miró a mí.
Sus ojos eran tranquilos, pero había algo más: decisión.
De esa que da miedo porque es sincera.
—Quiero ser honesto contigo —dijo—. Ayer… fue un día raro. Especial. Y me fui a casa pensando demasiado.
Hice un gesto vago con la mano, intentando parecer relajada. Fallé.
—Ajá…
—Y me di cuenta de que no quiero seguir fingiendo algo que ya es evidente para mí.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que creí que el pollo iba a volver a nacer.
—Clara —dijo él, despacio—. Me gustas.
El mundo dejó de hacer ruido.
—No sé cuándo empezó —continuó—. No fue un día exacto. Fue… poco a poco. Quedándome contigo cuando no podías escribir. Viendo cómo hablas con ese gato como si te entendiera. Viendo cómo frunces la nariz cuando te concentras.
Yo abrí la boca, pero no salió sonido.
—Y anoche… cuando hablaba con mi madre… bueno, ella lo notó antes que yo —rió, bajando la mirada—. Pero ya no quiero esconderlo. No quiero hacerme el tonto. No quiero pretender que no pasa nada cuando sí pasa.
Silencio.
De esos que pesan, pero bonito.
—Sé que no tienes por qué sentir lo mismo —añadió—. Y sé que no tienes que decir nada hoy. Ni mañana. Pero necesitaba que lo supieras.