Manual de citas para torpes

Capítulo 33- Vacaciones, Mentiras y Sospechas Maternas

El gato, satisfecho con su papel de psicólogo felino, se acurrucó otra vez en mi pecho. Yo cerré los ojos un momento, intentando ordenar el remolino de pensamientos, pero lo único que conseguí fue recordar—otra vez—la forma en que Leo había dicho mi nombre.
Como si lo cuidara.
Como si lo probara antes de entregármelo.
Como si supiera que me derrito con cosas suaves que no sé manejar.

—Necesito dormir —murmuré, aunque era mentira. No dormiría. O dormiría de golpe y tendría un sueño raro donde el pollo cobraba vida y me daba consejos amorosos.

Al final sí dormí. No sé cuándo. Ni cómo. Solo sé que desperté con el gato aplastándome una pierna, la manta en el suelo y el corazón comportándose como si hubiera corrido un maratón dentro de un ascensor.

El día amaneció gris. Pesado. Como si el cielo también estuviera emocionalmente confundido.

Me arrastré fuera del sofá. Me dolían músculos que ni sabía que existían. Me miré al espejo de la entrada y vi a una mujer con ojeras de “he vivido una telenovela en 24 horas”.

—Perfecto —dije, con ironía—. Justo la estética que quería transmitir.

Puse café. El gato me observaba como un crítico de arte decepcionado.
—Sí, ya sé, tengo que espabilar.
“Mrrrp”.
Ni mi gato confiaba en mi estabilidad emocional.

A las nueve sonó el móvil.

Leo: “Voy saliendo hacia la oficina. ¿Quieres que te compre café? 😄”

Mi alma salió del cuerpo. Volvió. Salió otra vez.
Respiré. Era solo un mensaje normal.
¿Normal?
NO ERA NORMAL.
DESPUÉS DE CONFESAR SU AMOR, NADA ERA NORMAL.

Escribí una respuesta. Borré. Escribí otra. Borré. Terminé enviando:

Yo: “No, gracias. Ya tengo café. Nos vemos luego.”

Neutro. Civilizado. Ningún incendio emocional aparente.
Éxito.

Aunque al enviar el mensaje, me quedé viendo la pantalla como si él pudiera leer mis pensamientos a través del cristal.

Me vestí. Ropa sencilla. Nada que gritara “ESTOY PENSANDO EN TI” pero tampoco “NO MEREZCO UNA MIRADA”. Un término medio. Un término imposible.

A las diez y media, mientras intentaba fingir que trabajaba, alguien llamó a mi puerta.

No era Leo. No.
Era la vida diciéndome: “Clara, cariño, no vas a tener un minuto de paz.”

Era mi jefa.

Bueno, peor.

Mi jefa, con una carpeta en la mano, una bufanda ridículamente elegante y esa sonrisa de tiburón corporativo que usaba cuando venía a inspeccionar almas.

—Clara, querida —dijo, entrando sin permiso, como siempre—. Solo pasaba a ver cómo vas con el artículo.

—Bien —mentí.

—Perfecto —mintió ella también—. ¿Puedo leer lo que tienes?

Quise decir “NO, porque mi cerebro es papilla de sentimientos y apenas puedo escribir mi nombre sin hacer un corazón involuntario”, pero dije:

—Claro… solo tengo que… ordenar un par de cosas.

Mi jefa me miró con ojos entrecerrados. Como si sospechara. Como si oliera el drama en el aire.

—Estás… ¿bien? —preguntó, bajando la voz.

Yo asentí demasiado rápido. Demasiado fuerte.
El gato, traidor absoluto, maulló justo en ese instante, delatando la tensión emocional.

—Ajá… —dijo ella, como quien observa un documental sobre una especie al borde del colapso—. Recuerda enviármelo hoy por la noche.

Energía.
Frescura.
JAJAJAJAJAJAJAJA.

Cuando se fue, me deslicé por la silla como una vela derritiéndose.
Necesitaba aire.
O terapia.
O ambas.

Justo cuando pensaba que no podía estar más al borde del colapso…

Leo me llamó.

No mensaje.
No nota de voz.
NO.
LLAMADA.

El móvil vibró. Omnívoro. Poderoso. Amenazante.

—Respira —me dije, porque si no me lo digo yo, no me lo dice nadie.

Contesté.

—Hola —dijo él, con esa voz suave que me desarma.

—Hola —respondí, con voz de humana fingiendo funcionalidad.

—Escucha… —tomó aire, y mi corazón ya estaba escalando las cortinas—. Sé que ayer te dije muchas cosas. Y no quiero agobiarte. Solo… quería asegurarme de que estás bien.

Mi cerebro: ruido blanco
Mi corazón: parkour
Mi boca:
—Sí, estoy… normal.

Un silencio suave.
Un silencio peligroso.

—Clara —dijo él, bajando el tono—. Si necesitas espacio, lo entiendo. Si necesitas tiempo, también. No voy a presionarte.

Yo cerré los ojos. Lo imaginé ahí, con el ceño un poco fruncido, ese gesto tierno cuando le preocupa algo.

—Pero —añadió—… si hoy quieres, después del trabajo, puedo pasar y damos una vuelta. Sin presión. Solo caminar. Hablar. O no hablar. Como tú quieras.

Mi primer impulso fue decir NO. Porque era seguro. Porque así evitaba sentir demasiado.
Mi segundo impulso fue decir SÍ. Porque lo quería cerca.
Mi tercer impulso fue desmayarme. No lo recomiendo.

Al final, dije lo más honesto que podía salir de mí sin que se incendiara Alemania:

—Me gustaría —susurré—. Caminar contigo.

Leo sonrió. No lo vi. Pero lo escuché.
Y ese sonido… dios. Ese sonido podría curar traumas.

—Perfecto —dijo—. paso a las seis. Si no quieres, me avisas. Si quieres… bueno… estaré ahí.

Cuando colgó, me quedé mirando el techo.

El gato saltó a mi regazo, como cerrando el acta del día:

Tú y yo sabemos que estás perdida, humana, pero vas directo hacia el desastre más bonito de tu vida.

—No me mires así —murmuré, aunque sonreía.

Porque sí.
Tal vez estaba perdida.

Ya que tenía que darle el informe a mi jefa decidí verstirme e ir oficialmente al trabajo porque así era mucho mejor, apenas llevaba diez minutos intentando recomponer mi dignidad cuando escuché otra vez los tacones asesinos de mi jefa aproximándose por el pasillo.

No.
NO.
OTRA VEZ NO.

Me puse derecha, escondí el gato debajo del escritorio (él protestó con un “mrrrpt ofendido”) y adopté expresión de funcionalidad laboral.




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