Manual de citas para torpes

Capítulo 34- Estoy Enamorándome y Nadie Me Avisó

La puerta del edificio se cerró detrás de mí con un golpe que no debería haber sonado tan dramático. Parecía el cierre del telón después de una obra teatral que nadie pidió ver pero que, aun así, había terminado con aplausos enlatados y luces parpadeando.

Subí las escaleras como quien vuelve de una misión de guerra. Dos semanas de vacaciones pagadas. Dos semanas. No sabía si llorar de alivio o sospechar que la jefa estaba planeando algo ominoso, como enviarme a un curso de liderazgo emocional en el bosque con lobos motivacionales.

A mitad del tramo, me detuve a respirar. No porque estuviera cansada, sino porque mi cerebro seguía repitiendo como un eco eterno:

“Me gusta… Me enamoré… No sé ni cómo pasó.”

Las palabras de Leo, esas que escuché sin estar destinada a escucharlas, seguían adheridas a mi piel como electricidad estática. Cada vez que intentaba sacarlas mentalmente, regresaban más fuertes, más reales, más… peligrosas.

—Esto no está bien —le murmuraba a la nada mientras subía el último escalón—. No puedes enamorarte. No ahora. No después de todo. No con él. No…

La puerta de mi piso apareció frente a mí como si fuera el portal a otro universo. Uno lleno de gatos invasores, sentimientos a medio cocinar y hombres que hablaban bonito en balcones.

Metí la llave en la cerradura y el gato —mi no-gato— apareció apenas abrí, como si hubiera estado escuchando mi crisis existencial desde el otro lado con orejas puestas en modo parabólica.

—Estoy teniendo un colapso emocional. ¿Puedes ser comprensivo por una vez? —le pedí.

El gato maulló. Muy poco comprensivo.

Entré, dejé las llaves en la mesa y me desplomé en el sofá como una estrella fugaz cayendo sin glamour.

Las vacaciones deberían sentirse como libertad, descanso, un regalo del universo. Pero ahora mismo se sentían como un campo minado donde cada pensamiento era una bomba con temporizador.

El gato saltó al sofá y se acurrucó en mis piernas. Yo suspiré.

—Dime, ¿qué hago? —pregunté.

El gato me miró.

Parpadeó una vez.

Miró hacia la ventana.

Miró hacia la puerta.

Miró hacia mí otra vez.

—Eso no ayuda —dije, pero igual lo acaricié.

Cerré los ojos. Intenté ordenar el día, pero era como tratar de ordenar confeti después de un huracán.

Primero, la jefa me dando vacaciones como si fuera un premio por sobrevivir a mi propia existencia.
Luego, mi madre sospechando de Leo como una detective de dramas familiares.
Después, yo pretendiendo que no había escuchado su semi-confesión porque mi sistema nervioso simplemente dijo “no, gracias”.
Y ahora, dos semanas completa y absolutamente sola con mis pensamientos.

Un peligro.

Abrí los ojos.

El gato ronroneaba como una motocicleta pequeña.

Y entonces llegó el pensamiento inevitable.

Tengo que hablar con Leo.

No hoy. Hoy me derretiría en el suelo como un helado bajo un sol emocional.

Pero pronto.

Muy pronto.

Porque no podía seguir esquivando la verdad como si fuera un ladrillo lanzado por el destino. No ahora que sabía que él… sentía algo. Que no estaba yo sola en esto.

—Pero ¿qué siento yo? —pregunté en voz alta.

El gato levantó la cabeza.

—No me mires así. No eres mi terapeuta.

El gato bostezó. Confirmado: no le importaba.

Miré el techo. Ese techo al que ya había confesado todos mis dramas adolescentes y veinteañeros.

—Estoy cansada —dije simplemente.

Y esa era la verdad más honesta del día.

El cansancio no era físico.

Era emocional.
Era psicológico.
Era… él.

Él y su voz suave, su forma de quedarse sin invadir, sus sonrisas pequeñas, su ternura sin pretenderla.

Él, diciendo que se había enamorado sin saber cómo.

Yo tragando saliva porque mi cuerpo sí sabía cómo.

El gato se movió, trepó por mi torso y apoyó su cabeza en mi pecho. Su ronroneo cambió a ese sonido vibrante que siempre hacía cuando quería calmarme. O cuando me veía a punto de llorar.

—No voy a llorar —mentí.

Mentí mal.

Una lágrima se deslizó sin pedir permiso.

—Traición —murmuré.

El gato lamió mi mejilla.

Eso no ayudaba.

Pero tampoco estorbaba.

Me quedé así un rato, respirando con dificultad, como si hubiera corrido detrás de mis pensamientos y ellos fueran más rápidos que yo.

Hasta que un pensamiento más claro, más honesto, más firme apareció:

Tengo miedo.

De perderlo.
De quererlo demasiado.
De que él cambiara de opinión.
De que yo arruinara todo.
De que todo esto fuera demasiado bueno para ser cierto.

Pero había algo más profundo aún:

Tengo miedo… pero quiero intentarlo.

Me incorporé despacio.

El gato protestó.

—No seas dramático —le dije—. Hoy ya tenemos demasiados dramas repartidos entre tú, yo y ese hombre que confiesa cosas a balcones.

Encendí una lámpara. Miré mi teléfono. Diez veces abrí la conversación con Leo. Diez veces la cerré. Diez veces pensé en escribir “¿nos vemos mañana?”. Diez veces pensé en mudarme a otro país.

Al final, respiré.

Escribí:

Yo: Mañana… podemos hablar un poco, ¿sí?

No envié el mensaje.

No todavía.

Necesitaba valor.

O inconsciencia.

O las dos cosas mezcladas en un cóctel emocional explosivo.

Apagué el teléfono, me levanté y fui a prepararme un té. Algo simple. Jazmín, porque el universo tenía humor poético.

Mientras el agua calentaba, pensé en él.

En sus ojos cuando me mira.
En cómo dice mi nombre.
En cómo no invade… pero se queda.

Pero sobre todo, en lo que dijo.

“Me gusta.”
“Me enamoré.”

El hervidor hizo clic.

—Estoy perdida —repetí.

El gato me siguió a la cocina, se sentó y me miró como diciendo por fin te diste cuenta.




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