Manual de citas para torpes

Capítulo 35- Mi Sistema Nervioso No Firmó Para Esto

Dormí mal. Obvio. Porque mi cerebro decidió que la madrugada era el momento perfecto para proyectar cincuenta escenarios posibles de mi caminata con Leo: desde “todo fluye hermoso” hasta “me tropiezo, ruedo colina abajo y él se queda con un trauma emocional de por vida”.

A las 07:48 me rendí.

Me levanté.

El gato me miró desde su trono (la silla del comedor) como diciendo: Ah, claro. Hoy es el día.

—Ni empieces —le dije.

Me ignoró. Sabio.

Me preparé un desayuno que no comí. Me arreglé tres veces porque cada intento parecía un mensaje distinto:
“soy madura”, “soy estable emocionalmente”, “ayuda por favor”.

Al final me quedé con “intento de persona normal pero ligeramente enamorada”. Lo cual, para mí, era un triunfo.

A las 09:55 ya estaba frente al edificio de Leo porque llegar puntual es de nerviosos y yo estaba en nivel extinción emocional.

Él ya estaba afuera.

Y sonrió.

Una sonrisa que no debería ser legal sin licencia.

—Hola, Clara.

—Hola —respondí, con un tono que esperaba que fuera normal, pero sonó un poco como si hubiera corrido un maratón.

Y empezamos a caminar.

Los primeros 10 minutos fueron........

Silencio.

Pero de ese silencio que vibra.

De ese silencio donde ambas personas están pensando exactamente lo mismo, pero nadie se atreve a preguntar.

Leo caminaba a mi lado como si todo estuviera bien. Como si ayer no hubiera dicho, accidentalmente, que le gusto. Como si yo no hubiera escuchado desde mi planeta del pánico.

Él llevaba las manos en los bolsillos, el cabello un poco despeinado por el viento, y una calma que me hacía querer gritarle:

¿CÓMO LE HACES? ¿DE DÓNDE SACAS ESA SERENIDAD? ¡ENSÉÑAME!

Pero me comporté.

Creo.

—Dormiste mal —dijo de repente, como si me hubiera leído el alma.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté alarmada.

—Llevas los hombros tensos. Y estás caminando más rápido de lo habitual, como si quisieras llegar a un lugar… sin saber a cuál.

Ah.

Perfecto.

También lee mi cuerpo como si fuera un código QR emocional.

—Estoy… un poco nerviosa —admití, demasiado bajo.

Él bajó un poco la cabeza para poder mirarme mejor.

—Yo también.

Sentí el corazón hacer un glup extraño.

Seguimos caminando.

Hasta que él se detuvo.

Así, sin aviso.

Se detuvo, se giró hacia mí y dijo:

—Clara… creo que deberíamos hablar de ayer.

Tragué saliva.
Tragué toda la saliva del hemisferio norte.

—¿Qué parte de ayer? —pregunté, estúpidamente.

Él sonrió, suave, como quien está a punto de desarmar una bomba.

—La parte en la que dije algo que… tal vez no estabas lista para escuchar.

Listo.

Mi sistema nervioso se desconectó.

Plop.

Yo no sabía si correr, llorar o fingir muerte como los animales asustados.

—No tienes que decir nada —continuó él—. Solo quiero que no haya… confusión. Ni presión. No quiero que sientas que te empujo a algo. Pero lo que dije… era verdad.

Le sostuve la mirada.

Un error.

Porque él tenía esos ojos que no mienten.

—Clara, me gustas. Mucho. Más de lo que pensé que me permitiría sentir por alguien ahora mismo. Y sí… me estoy enamorando. Sé que suena… intenso. Pero no quería ocultarlo.

Yo inhalé como si acabara de ser empujada bajo el agua.

Y luego…

—Yo… también siento cosas —confesé, muy bajito, como si tuviera miedo de romper algo—. Solo… me asusta.

Él dio un paso hacia mí, despacio, como quien se acerca a un animalito herido.

—A mí también me asusta. Pero quiero intentarlo.

Ahí.

Ahí fue donde mi corazón hizo un sonido que parecía un aplauso.

—¿Tú quieres? —preguntó él.

—Sí —susurré.

Y se le iluminó la cara de una forma que jamás había visto.

Ni en él.

Ni en nadie.

Seguimos caminando pero diferente.

No nos tomamos de la mano.

No hacía falta.

Era como si las manos ya se estuvieran buscando a distancia, preparándose para un futuro cercano.

Como si algo hubiera cambiado, pero no explotado.

Como si el mundo, por una vez, supiera exactamente lo que hacía.

Cuandp subimos al dijo:

—¿Quieres subir un momento?

Mi cerebro:

NO ILEGAL DEMASIADO PRONTO SISTEMA COLAPSANDO

Mi boca:

—No puedo… tengo que llamar a mi madre.

Él rió.

Rió en voz baja.

—Perfecto. Yo también tengo cosas que ordenar aquí arriba —dijo, señalándose la cabeza.

Nos miramos.

Un segundo demasiado largo.

Un segundo que decía “esto apenas empieza”..

Subi a mi piso. Cerré la puerta y llamé a mi madre.

Porque quién si no.

—¡Cuenta! —respondió sin presentarse.

—Mamá… no sé cómo explicarlo pero… fue bien.

—¿“Bien” tipo amistad, “bien” tipo novela turca, o “bien” tipo tu abuela cuando dice que está “bien” pero está a una mala mirada de llorar?

—Mamá, es Leo.

Grito.

Un grito que seguramente escuchó todo el vecindario.

—¡LO SABÍA! ¡LO SABÍA! —exclamó—. ¡Ese muchacho tiene nombre de protagonista! ¡Hija, POR FIN! ¿Qué pasó? ¿Te besó? ¿Te confesó? ¿Se desmayó? ¡YO QUÉ SÉ, CUÉNTAME ALGO!

—Mamá, solo hablamos —dije, aunque técnicamente “solo” no era la palabra correcta.

—¿Y te dijo que le gustas?

—Sí…

—Ay, Dios mío, voy a abrir una botella de vino.

—Mamá, son las once de la mañana.

—Y tú estás enamorada. Aquí cada quien lidia como puede.

Rodé los ojos. Sonreí. Casi lloré. Todo al mismo tiempo.

—Mamá… tengo miedo.

Silencio.

—Eso significa que es real —dijo ella—. Y que vale la pena.

Cerré los ojos.

Respiré.

Y por primera vez no huí de ese pensamiento.

Así que sí.

Leo me gusta.
Yo le gusto.
Y ambos estamos aterrados.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.