Manual de citas para torpes

Capítulo 36- Ansiedad con Piernas

Leo – En su casa, oficialmente perdiendo la dignidad

La tarde había empezado normal.

Bueno… normal para alguien que había confesado —sin querer queriendo— que estaba enamorado de una mujer que probablemente todavía estaba procesando si él era una amenaza emocional o solo un chico con déficit de autocontrol verbal.

Había vuelto del trabajo, me había quitado los zapatos, había saludado a mi madre por videollamada porque ella insistía en “verse la cara aunque fuera por pantalla”, y había intentado actuar como un ser humano funcional.

Entre comillas.

Porque internamente yo era una lavadora centrifugando sentimientos.

—¿Estás bien? —preguntó mi madre mientras tomaba su té con esa cara de sospecha eterna que perfeccionó durante mi adolescencia.

—Perfecto —mentí.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Seguro seguro?

—Sí, mamá.

—¿Seguro seguro seguro?

—MAMÁ.

Ella entrecerró los ojos.

—Estás enamorado —diagnosticó.

—¡NO!

—¿Es la chica que te trajo el gato?

… ¿Cómo hacía eso? ¿Tenía espías? ¿Satélites? ¿Telepatía maternal nivel dios?

—Nos vimos dos veces —dije, como si eso invalidara todo.

—Eso confirma mi teoría —respondió mientras mascaba una galleta—. Cuando tú te enamoras, te enamoras rápido. Eres como un microondas emocional.

Maravilloso.

Ya ni siquiera era una persona. Era un electrodoméstico.

Suspiré.

De fondo, mi teléfono vibró.

Yo fingí que no lo escuché.

Mi madre no.

—¿Quién es? —preguntó, levantando una ceja—. ¿Es ella?

—No lo sé.

—Mira el teléfono, Leo.

—Estoy en una conversación.

—Yo también estoy en una conversación contigo y aun así estoy interesada en lo que dice ese teléfono. La multitarea es real, hijo.

Rodé los ojos, pero agarré el móvil.

Una notificación.

Un breve atisbo de esperanza.

Nada de mensaje todavía.

Solo una actualización absurda de una aplicación que no recordaba haber instalado.

Pero igual mi corazón se apretó como si Clara me hubiera dicho “te amo” en arameo antiguo.

Ridículo.

Mi madre cambió la cabeza de ángulo, como una lechuza evaluando su presa.

—Te estás arreglando el cabello —dijo.

—Porque está desordenado.

—NO. Te lo estás arreglando como cuando te gusta alguien. Te lo acomodas a los lados, no hacia atrás.

¿QUÉ?

—Mamá, no puedes saber esas cosas.

—Te di a luz. Te vi comerte plastilina. Claro que sé esas cosas.

… bueno, puntos para ella.

Suspiré.

—Quizá… —me aclaré la garganta— quizá me gusta.

Mi madre dejó la taza.

—¿QUIZÁ?

—Sí.

—Eres un descarado.

—Mamá, por favor.

Ella me miró fijamente. Demasiado fijamente.

—¿Qué tan “quizá”? —preguntó.

—Un… 30%.

—Hijo.

—50%.

—Leo.

—80%.

—Amor.

—100% —admití finalmente, rindiéndome—. Me gusta. Mucho. Más de lo que tiene sentido.

Mi madre sonrió como si hubiera ganado la lotería emocional.

—Ay, qué bonito —dijo—. ¿Y ya se lo dijiste?

—… sí. Sin querer.

—¿CÓMO QUE SIN QUERER?

Me froté la cara con ambas manos.

—Ella vino, hablamos, yo estaba nervioso, cinco neuronas colapsaron, y de repente estaba diciendo frases que ni siquiera sabía que estaban en mi cerebro.

Mi madre aplaudió, emocionada.

—¡Mi hijo! ¡Mira cómo madura!

—NO ES MADUREZ, ES UN ACCIDENTE VERBAL.

Ella ignoró mi tragedia personal y bebió un sorbo de té.

De pronto, mi teléfono vibró otra vez.

No era Clara.

Era una notificación del clima.

Mi respiración volvió a su ritmo normal.

Bueno… normal dentro de mi anormalidad.

Mi madre me observaba con atención.

—¿Y tú qué crees que ella siente por ti? —preguntó.

—No lo sé. Y no quiero presionarla. Ella… no es de las que se abren fácilmente.

—Ah —dijo mi madre, como si acabara de encajar una pieza del rompecabezas—. Es de las tuyas.

—¿Cómo que de las mías?

—Las que te gustan. Las complicadas, intensas, profundas, inteligentes. Las que te dan miedo pero no huyeees.

—No huyo —dije.

—Huyes emocionalmente. Como tu padre cuando le preguntaba si mis nuevas cortinas combinaban con la alfombra.

Tragué saliva.

Mi teléfono volvió a vibrar.

Y ahí sí.

Clara.
Un mensaje.

—OH —dijo mi madre, inclinándose hacia la pantalla, intentando ver.

—Mamá no, por favor.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? ¡LÉELO! —dijo como si estuviéramos viendo un partido y ella fuera comentarista deportiva de mi vida amorosa.

Abrí el mensaje.

“La caminata de mañana… ¿sigue en pie?”

Mi corazón hizo un salto triple mortal con giro acrobático.

Mi madre, sin autorización, sin pudor y sin respeto, gritó:

—¡SÍGUELA! ¡DILE QUE SÍ! ¡QUE TE BAÑASTE! ¡QUE TIENES PIERNAS LISTAS PARA CAMINAR AL AMOR!

—¿Puedo contestar sin narradora de fondo?

Ella se cruzó de brazos.

—Dile algo romántico pero no desesperado —dijo en tono directivo—. Algo como “claro, me encantaría caminar contigo”. No “te amo”, todavía no. Aunque se te nota en la cara.

—NO SE ME NOTA EN LA CARA.

—Se te nota hasta en los huesos, hijo.

Respiré profundo, apagué la pantalla, la volví a encender, escribí, borré, reescribí, borré otra vez, y finalmente escribí algo simple.

“Sigue en pie. A la hora que tú digas.”

—Perfecto —asintió mi madre—. Es romántico moderado. Tierno con autocontrol. Muy bien.

Yo solo quería hundirme en el sofá.

El gato de Clara seguro tenía más dignidad que yo.

Mi madre me observó con ese suspiro típico de “mi hijo está enamorado y no se quiere dar cuenta”.

—¿Y si mañana te besa? —preguntó ella de repente.

—¡MAMÁ!

—¿Qué? Tengo derecho a especular.

—No especules.

—Voy a especular igual —dijo, levantándose para ir por más galletas—. A mí no me engañas, Leo. Esta chica te gusta de verdad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.