La mañana amaneció tranquila.
Demasiado tranquila.
Clara abrió los ojos con una mezcla de emoción, nervios y una clara sensación de hoy puede que me dé algo.
El gato, en cambio, abrió un ojo… vio que ella sonreía… y lo cerró de nuevo con la resignación de quien ya sabe que su paz será destruida.
Clara saltó de la cama —literalmente, como una cabra feliz— y el gato cayó de un lado, rodó un poco y la miró con absoluto desprecio.
—¡Tengo que prepararme! —anunció Clara con voz aguda, muy aguda.
El gato bostezó.
Luego bufó.
Luego se puso de pie con aire de qué dramática eres.
Clara fue directa a la cocina.
Hoy quería cocinar algo: un desayuno dulce y bonito, con pan tostado, fruta cortada estúpidamente estética y café del bueno.
No porque Leo viniera —que técnicamente no era el plan— sino porque necesitaba calmarse para la caminata.
Pero el universo, como siempre, tenía su guión propio.
Estaba en plena preparación cuando escuchó golpes suaves en la puerta.
Tres.
Uno.
Dos.
Leo.
Reconocería ese patrón de golpes hasta en otra vida.
Se quedó congelada con una tostada en la mano. El gato también se quedó congelado… pero con la expresión de ¿QUÉ ES ESE HUMANITO Y POR QUÉ VIENE A MI TERRITORIO?
Los dos se miraron.
Clara: pánico.
Gato: asesinato premeditado.
—Ay no no no —susurró Clara, mirando la tostada como si fuera culpable—. ¡No dije que viniera ahora!
El gato saltó a una silla, luego a la mesa, luego a la encimera.
Su cara era una mezcla letal de posesión territorial y celos felinos.
Clara respiró profundo, limpió sus manos en un paño y fue a abrir.
Cuando abrió la puerta, Leo estaba ahí.
Guapo.
Sonriente.
Con el pelo ligeramente mojado.
Y con una expresión suave que hizo que las rodillas de Clara consideraran seriamente jubilarse.
—Buenos días —dijo él.
—Más o menos —respondió ella, completamente honesta.
Leo sonrió más.
—Perdón si vine muy temprano, pero ya estaba despierto y… bueno… tenía ganas de verte. Pensé que quizá podíamos comenzar antes.
Clara parpadeó.
El gato, al fondo del pasillo, vio la escena.
Su cola se infló como un cepillo.
Sus ojos se abrieron como platos.
Intruso detectado.
Zona violada.
Humanita en peligro emocional.
—Pasa… —dijo Clara, porque no estaba lista para decir no aunque emocionalmente se encontrara en modo error del sistema.
Leo entró con pasos suaves.
Y el gato se puso firme… justo en medio del pasillo.
Como un centinela medieval.
O un asesino miniatura con bigotes.
Clara sintió que la sangre se le congelaba.
Leo lo vio.
—¡Ah! —dijo con ternura—. ¡Hola!
El gato no respondió.
Más bien dijo todo con su mirada: Acércate y te retiro un dedo.
Leo se agachó un poco.
—Hola, pequeñín…
Clara tomó aire.
—Eh… creo que hoy está territorial.
El gato, en efecto, avanzó un paso.
Despacito.
Amenazante.
Suave como un ninja que ha jurado defender su reino.
Leo sonrió.
Error número uno.
Intentó acercar la mano.
Error número dos.
El gato levantó una pata.
Error para todos.
Clara gritó —un gritito, más bien—.
Leo retrocedió.
El gato chilló como si anunciara “¡Que se retiren, invasores!”
—Está… un poco sensible hoy —explicó Clara rápidamente, como si tuviera un tigre, no un gato castrado.
Leo levantó las manos en señal de paz.
—Está bien, está bien… no me acerco.
El gato se dio la vuelta dramáticamente, levantó la cola y caminó hacia la cocina.
Ese era su castigo.
Su declaración de guerra.
Su “síganme si se atreven”.
Clara suspiró y lo siguió, con Leo detrás.
En la cocina, el gato estaba sentado justo en la silla que Clara usa para desayunar.
Sus patas perfectamente juntas.
Su cola alrededor del cuerpo.
Mirada fija en Leo.
Un duelista profesional.
—Creo que… quiere pelear —susurró Clara.
Leo se rió suavemente.
—No creo que quiera pelear conmigo…
El gato clavó sus ojos en él.
Leo dejó de reír.
Clara tosió.
—¿Quieres café? —preguntó, porque el silencio había empezado a oler a tensión felina.
—Sí, claro —respondió Leo—. ¿Estabas preparando el desayuno?
Clara se sonrojó.
—Eh… sí… pero solo porque… tenía hambre… no porque… eh…
Leo sonrió con una ternura peligrosa.
—Huele bien.
Clara sintió que su corazón se derritió un poquito, como mantequilla olvidada en verano.
Mientras preparaba el café, Leo se apoyó suavemente en la encimera, mirando el movimiento de Clara con una tranquilidad que el gato no aprobaba en lo absoluto.
De hecho, el gato bajó de la silla, caminó hasta los pies de Leo… y se le pegó a la pierna.
Pero no amablemente.
No cariñoso.
No.
Se pegó como quien dice este sitio ya está ocupado, humano grande, retírate.
Leo bajó la mirada.
—¿Está… marcándome territorio?
Clara se giró.
El gato miró hacia arriba como diciendo te marco para reclamarte como enemigo.
—No… creo… —dijo Clara, nada convincente.
Leo trató de moverse a otro lado.
El gato lo siguió.
Clara se sintió dividida entre la risa, la vergüenza absoluta y la necesidad de pedir formalmente custodia compartida.
—Perdón, es que es muy… él —intentó explicar.
Leo se rió.
—Me gusta. Tiene personalidad.
Clara abrió la boca para decir algo… pero el gato bufó. Sonoramente.
Leo levantó las manos otra vez.
—Ok, ok. No hablo.
Clara sirvió el café, puso la tostada en un plato y se disponía a invitar a Leo a sentarse… cuando el gato saltó a la silla de Leo.