Manual de citas para torpes

Capítulo 38- Y el gato dijo: apruebo... pero vigilo

Preparé el té tratando de no parecer una mezcla de colibrí nervioso y humano normal. El gato se subió a la encimera para supervisar cada movimiento. No tocó nada, no robó nada… solo me miró como si dijera:

“Si este té queda feo, no es culpa del chico. ES TUYA, HUMANITA.”

Leo se apoyó en el marco de la cocina, observándome con esa tranquilidad que me desarmaba más que cualquier declaración dramática.

—Oye… —dijo de pronto.

—¿Mmm?

—Hoy te ríes distinto.

Me quedé quieta.
El gato también.
Como si ambos hubiéramos escuchado algo importante.

—¿Distinto cómo? —pregunté.

Leo se encogió de hombros, suave.

—No sé… más… libre.

Mi estómago dio un giro que probablemente no era médicamente normal.

—Será porque dormí poco —intenté bromear.

Leo sonrió, pero su mirada seguía siendo seria. O al menos suave. De esas suaves que dicen más que las intensas.

—O porque ya no tienes miedo de que lo que siento te asfixie.

Mi mano tembló un poco al servir el agua caliente. El gato lo vio, juzgó y luego metió su cabeza dentro de la bolsa de té, porque el drama emocional ajeno le aburría.

—No me asfixia —confesé finalmente—. Me… sorprende. Mucho.

Leo dio un paso más cerca. No demasiado. Solo lo suficiente para que el gato levantara la cabeza en alerta máxima, como quien detecta turbulencia emocional.

—Clara, te lo juro —dijo él—, si en algún momento te hago sentir presión, dime. Paro. Retrocedo. Me adapto.

Algo dentro de mí se aflojó. Una cuerda que llevaba demasiado tiempo tensa.

—No es eso —susurré—. Es solo… nuevo.

Leo asintió, como si entendiera a la perfección.

—Pues entonces lo vamos descubriendo despacio —dijo—. No tengo prisa.

El gato saltó de la encimera, se plantó entre los dos y maulló con autoridad.

Algo como:

“Despacio SÍ. Pero recuerden que yo mando.”

Leo se rió y se agachó.

—Ah, ya entendí. ¿Quieres que firme un contrato o algo?

El gato lo miró.
Se acercó.
Le olió la mano.
Luego lo empujó con la cabeza.

Leo abrió los ojos, sorprendido.

—¿Eso fue… aprobación?

—Más o menos —respondí—. Significa: No me caes tan mal como ayer. Pero no te confíes.

El gato maulló, confirmando.

Llevé el té a la sala y nos sentamos. No juntos. No separados. Ese punto intermedio que dice “tengo miedo, pero también quiero acercarme”.

Leo tomó su taza. Yo la mía.

Y el gato decidió subirse al respaldo del sofá justo detrás de mí. Como un ángel guardián… pero mafioso.

—Clara —dijo Leo, bajando la voz—. Gracias por dejarme estar aquí.

—No tienes que agradecer —respondí—. Me gusta.

—¿A mí… o la compañía general con supervisión felina?

—Ambas —dije sin pensarlo.

Leo rió.

—Oye —añadió él después—. Si algún día… algún día… quieres que me quede un rato más. O que venga en la mañana. O que te busque para caminar otra vez…

—¿Sí? —pregunté, sintiendo cómo mi corazón se adelantaba varias palabras.

—Solo dímelo. Yo quiero. Mucho. Pero no voy a moverme ni un centímetro si tú no me das permiso.

Sentí el calor subirme al cuello, a las mejillas, a todos lados.

—Leo… —susurré.

—No tienes que decir nada ahora —dijo él rápido—. No estoy preguntando nada. Solo… estoy dejando la puerta abierta.

El gato se levantó en ese instante, estirándose con dramatismo teatral y apoyando una pata en mi hombro.

Como diciendo:
“Yo cierro esa puerta cuando sea necesario.”

Leo lo vio y no pudo contener la risa.

—Creo que tu gato es mi guardia de seguridad ahora mismo.

—Siempre lo ha sido —dije—. Solo que ahora tiene uniforme emocional.

Silencio.
De esos bonitos.
De esos que llenan, no que vacían.

Leo dejó su taza en la mesa.

—Clara.

—¿Sí?

—¿Puedo quedarme un rato más? No para hablar. Solo… estar.

Miré al gato.
El gato me miró.
Luego miró a Leo.
Luego se acurrucó detrás de mí, lo cual, en lenguaje felino, significaba:

“Apruebo por tiempo limitado.”

—Sí —respondí—. Quédate.

Leo se acomodó un poco más cerca.
No lo suficiente para tocarme.
Pero sí lo suficiente para que su presencia se sintiera.

El gato cerró los ojos.
Yo respiré hondo.
Leo sonrió un poco.

Y así, por primera vez, la casa no se sintió dividida.
No era Leo contra el gato.
Ni yo en medio.

Era… algo nuevo.

Algo bonito.

Leo se puso de pie con toda la dignidad de un hombre que acaba de confesar sus sentimientos y ha sobrevivido al proceso. Bueno… sobrevivir es una palabra grande. Más bien estaba ahí, existiendo por milagro cardiaco.

—Entonces… me voy —dijo.

Con su mejor tono de "soy maduro" mezclado con "si me quedo diez segundos más te digo que me quiero casar contigo y adoptar tres gatos".

Clara dio un pequeño asentimiento, nervioso, dulce, completamente destruido por lo que acababa de pasar entre ellos, intentando no mostrarse demasiado emocionada, aunque su cara era básicamente un cartel luminoso que decía “estoy flotando sobre mi propio corazón”.

Y ahí, justo ahí, aparece el verdadero antagonista de la escena.

El gato.

El mismísimo.

El tirano peludo.

El guardián de Clara, versión miniatura.

Se plantó frente a la puerta como si fuera un guardia medieval protegiendo el castillo.

Literalmente bloqueó la salida.

Se sentó. Miró a Leo. No parpadeó.

La sentencia estaba clara:

“Vos no te vas de acá hasta que yo lo decida. Humano iluso.”

Leo tragó saliva.

—Eh… ¿me dejas pasar, por favor? —preguntó con ese tono que uno usa para negociar con un criminal.

El gato ladeó la cabeza.

—Miau.
(Traducción: “A ver, campeón, dijiste que te gustaba mi humana. ¿Cuál es tu plan a largo plazo?”)

Leo dio un paso. El gato también. Sin moverse del lugar. Suave, silencioso, amenazante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.