La tarde estaba tranquila.
Demasiado tranquila para la vida emocionalmente inestable de Clara.
Leo estaba sentado en el sofá, con una taza de té entre las manos, como si fuera un objeto frágil que necesitaba calor humano. Clara estaba frente a él, en la otra punta del sillón, intentando aparentar que todo estaba bajo control… aunque su cerebro estuviera corriendo en círculos gritando AAAAAAAAAA.
El gato, por supuesto, estaba tirado en medio de la alfombra como una alfombra dentro de otra alfombra. Una posición que claramente decía: “no me importa nada de lo que sientan ustedes dos, pero igual los vigilo”.
La electricidad emocional flotaba en el aire. Era suave, dulce… y también peligrosa.
Leo la miraba a ratitos con esa expresión que decía todo lo que no se atrevía a decir.
Clara disimulaba mirando el té, la ventana, la pared, el gato, la lámpara, la vida entera… cualquier cosa menos su propio corazón.
Fue entonces cuando la paz murió.
TOC.
TOC TOC TOC.
TOC.
Golpes firmes. Decididos. Golpes de madre, no había duda.
Clara se puso pálida instantáneamente.
Leo la miró.
El gato se levantó como una momia reanimada, los ojos enormes, olfateó el aire y maulló con una emoción sospechosa.
Clara tragó saliva.
—…no.
Leo susurró:
—¿Esperas a alguien?
—No —respondió ella, ya en modo pánico.
El gato fue un poco más honesto.
Se fue directo a la puerta, maullando con entusiasmo felino, como si estuviera viendo a la verdadera reina del reino.
Clara abrió la puerta con un presentimiento terrible.
Y ahí estaba.
Su madre.
Perfectamente arreglada, con su bolso, su perfume reconocible desde la infancia y esa mirada de radar nuclear que lo ve TODO.
—¡Hola, hija! —saludó mientras entraba sin permiso—. Vine porque estabas muy callada y pensé: “Voy a ver que esté bien”. Y… oh.
Oh.
Esa sílaba fue suficiente para matar a Clara emocionalmente.
Los ojos de la mamá se posaron en Leo.
Leo, que estaba de pie ahora, intentando parecer amable, presentable, decente, y no absolutamente enamorado y torpe como realmente estaba.
—Hola —dijo Leo, sonriendo nervioso— soy leo me recuerda.
La madre lo observó con una lentitud calculada.
De arriba.
Abajo.
Otra vez arriba.
Como quien revisa un producto en el supermercado para ver si vale la pena.
—Mucho gusto… Leo —dijo, con voz neutra pero peligrosa—. ¿Y tú qué haces aquí?
Clara sintió que su alma abandonaba su cuerpo y daba vueltas por el techo.
—Mamá… no empieces…
—¿Empezar qué? —sonrió la madre, falsa inocencia—. Solo pregunto. Estoy conociendo al joven que está en tu sala a las cinco de la tarde un sábado. Nada más.
El gato decidió intervenir.
Se acercó a la madre.
Se frotó en sus piernas.
Ronroneó fuerte, casi exagerado.
La madre soltó un gritito de ternura.
—¡Ay, bebé! ¡Mira cómo me recibe este gatito precioso!
Clara abrió la boca.
Leo abrió los ojos.
El gato los miró con una expresión del tipo:
Ella es mi favorita. Ustedes compitan por el segundo lugar, humanos comunes.
La madre entró más, mirando alrededor como si buscara evidencias de romance.
—Bueno… —empezó ella con voz juguetona— ¿y ustedes dos qué son ahora?
Clara se atragantó con su propia lengua.
Leo se rasgó la nuca con nervios.
El gato maulló como un notario diciendo: Conste que vi lo que pasó esta mañana.
—Somos amigos —dijo Clara rápidamente, con voz demasiado aguda para ser creíble.
La madre elevó una ceja con sospecha olímpica.
—¿Amigos? Ajá. Ya.
Leo se limpió la garganta.
El gato saltó al sillón. Después al regazo de la mamá. Se acomodó encima, ronroneando como si recibiera masajes en un spa.
Claramente traidor.
—¿Y desde cuándo tomas café con amigos en tu casa, Clara? —preguntó la madre, paseándose por la sala.
Clara se tapó la cara con una mano.
Leo trató de sonreír.
El gato observaba como juez supremo.
—Mamá… —repitió Clara, ya derrotada.
La madre se detuvo frente a ellos, clavando la mirada en cada detalle. En la taza de Leo. En la taza de Clara. En las migas de la tostada en la mesa. En la posición sospechosamente simétrica de las sillas.
—Ay, ay, ayyyy —canturreó—. Qué bonita imagen de pareja, ¿no?
Leo se atragantó con su propio oxígeno.
Clara se convirtió en un tomate humano.
El gato bostezó con arrogancia.
La madre siguió mirando, feliz de verlos sufrir.
—¿Y por qué están sentados tan lejos? —preguntó ella sin filtro—. ¿Qué es eso? ¿Pelea? ¿Vergüenza? ¿Él no te gusta? ¿O tú no le gustas a él?
Leo casi se cae del sillón.
Clara balbuceó: —¡Mamá!
La madre sonrió más.
—Yo solo pregunto. Mmmm. Es un chico muy guapo, hija. ¿Lo vas a dejar escapar así?
—¡MAMÁ!
—¿Qué? —respondió—. Si no pregunto yo, ¿quién lo hará? Tú no dices nada nunca.
El silencio cayó como una cortina tensa.
Hasta que Leo, pobre alma inocente, intentó defenderse.
—Yo… no quiero incomodar. Solo vine porque… quería ver a Clara. Y… caminar juntos.
Error.
ERROR GRAVE.
Código rojo.
La madre se giró con una velocidad que asustaría al gato.
—¿CAMINAR?
¿JUNTOS?
¿Como una cita?
Clara se atragantó en voz alta.
Leo sacudió las manos.
El gato se limpió una pata en señal de “sí, era cita, lo vi todo”.
Madre:
—Ay, qué lindo, hija. No sabía que estabas saliendo con alguien.
Clara:
—¡NO ESTAMOS SALIENDO!
Leo:
—No… todavía…
Clara lo fulminó.
La madre abrió una sonrisa tan amplia que parecía un sol perverso.
—Ayyyyyyy… ya entendí. No son novios PERO quieren ser. Entiendo perfecto.
Clara se tapó la cara otra vez.
Leo parecía querer excavar un túnel y escapar.