La mañana siguiente llegó con una calma sospechosa… demasiado sospechosa. Clara abrió los ojos lentamente, abrazada a la manta como si fuera un salvavidas emocional. Tenía la sensación de que algo importante iba a pasar.
Algo grande.
Algo bonito.
Algo que, estadísticamente, el gato iba a intentar arruinar.
El gato ya estaba despierto. No durmiendo a su lado, no acurrucado dulce, no ronroneando. No.
Estaba sentado frente a ella, mirándola fijo, como un terapeuta esperando que admitiera por fin sus sentimientos reprimidos.
—¿Qué? —preguntó Clara, con voz de “no me analices a las 8 de la mañana”.
El gato parpadeó lentamente. Luego se estiró como si fuera dueño del día.
Claramente quería decir: prepárate, humanita… hoy hay movimiento.
Clara suspiró, se levantó, fue a la cocina medio dormida y puso agua a hervir. Después de la visita sorpresa de su madre el día anterior, después de los mensajes raros, del caos emocional, del abrazo con Leo, del chocolate escondido en su chaqueta… su cabeza era un laberinto aromatizado con café.
Se quedó mirando la ventana, distraída, cuando tocaron la puerta.
Tres golpes.
Pausa.
Dos golpes.
Leo.
Otra vez su señal secreta, como si fueran agentes encubiertos del amor.
Clara se congeló.
El gato también, pero él se volteó a mirarla con una malicia que decía: te dije que hoy habría movimiento.
—Ay dios mío —susurró Clara mientras se tocaba el cabello, la cara, la ropa—. ¡Estoy en pijama!
El gato saltó al suelo y trotó hacia la puerta como si fuera el mayordomo.
Clara respiró hondo, se fue a la entrada y abrió.
Y ahí estaba Leo.
Demasiado guapo para una mañana.
Demasiado sonriente para su paz mental.
Con el cabello un poco revuelto, la chaqueta ligera, el brillo cálido en los ojos.
—Hola —dijo, como si no hubiera pasado nada el día anterior.
—Hola —respondió Clara, como si no estuviera derritiéndose.
Leo la observó un segundo y su sonrisa se volvió más suave.
—Te traje esto —dijo, levantando una bolsa de panadería—. Croissants. Por si no habías desayunado.
—No he desayunado —confirmó ella, avergonzada—. Y… gracias.
El gato se sentó a los pies de Leo.
Mirándolo.
Juzgándolo.
Oliendo la bolsa.
Leo rió.
—Sí, también hay uno para ti —dijo.
El gato lo aprobó con un parpadeo lento.
Un milagro.
Un acto de bendición felina.
Clara se movió para dejarlo entrar.
—Pasa. Solo… ignora todo, porque estoy medio dormida todavía.
—Está bien —dijo Leo, entrando con esa suavidad que tenía cuando sabía que ella estaba nerviosa.
El gato caminó delante de los dos, guiándolos. Como siempre.
Como si él fuera el anfitrión y Clara simplemente pagara la renta.
Leo dejó la bolsa en la mesa.
—Clara… —comenzó él, como si estuviera pensando algo muy serio.
Ella sintió que la garganta se le apretaba.
—¿Sí?
Leo dudó un segundo… y luego sonrió de forma tan dulce que el gato se indignó.
—Quería invitarte oficialmente hoy. A cenar. En mi casa.
El corazón de Clara corrió una maratón en menos de dos segundos.
—¿Hoy? —preguntó, más suave de lo que pretendía.
—Sí. Hoy. Quiero cocinar para ti. Nada complicado. Nada raro. Solo… algo bonito.
El gato maulló fuerte.
Como si estuviera diciendo: ¡AHA! ¿ASÍ QUE LA QUIERES SECUESTRAR?
Leo levantó las manos en señal de paz.
—También puedes venir tú —le dijo al gato—. Si Clara quiere.
El gato lo observó.
Lo consideró.
Le dio la espalda.
Clara casi se ríe.
—Creo que… lo está pensando —dijo.
—Bueno —respondió Leo, volviéndose hacia ella—. ¿Vienes?
Clara tragó saliva.
No sabía por qué estaba nerviosa. Si ya habían hablado, si ya habían sido vulnerables, si ya habían estado cerca de decir muchas cosas…
Pero eso.
Una invitación a cenar.
A su casa.
Hecha con ese tono suave.
Era distinto.
Ella respiró profundo.
—Sí —dijo al fin—. Quiero ir.
Leo sonrió, satisfecho, feliz, brillante.
El resto del día fue un huracán emocional.
Clara decidió “arreglarse un poco”.
Solo un poco.
Pero “un poco” se convirtió en:
— cambiarse tres veces,
— peinarse dos,
— tomar té,
— cambiarse otra vez,
— hablar con el gato,
— cambiarse de nuevo.
El gato estuvo presente en cada etapa, evaluando outfits con una seriedad profesional.
Cada vez que ella se ponía algo que no le convencía, él simplemente se iba.
Cuando por fin escogió ropa, el gato se subió al mueble y la miró con aprobación parcial.
“Te ves bien. Para ser humana.”
Clara tomó sus cosas.
El gato se sentó frente a la puerta.
—No irás —le dijo ella.
Él maulló.
—Leo no te invitó.
El gato se acercó.
—…bueno, sí, técnicamente sí te invitó. Pero creo que lo dijo por compromiso.
El gato la empujó con la cabeza.
—¡Ay dios mío, está bien! Pero te portas bien.
El gato alzó la cola.
No prometió nada.
Leo abrió la puerta incluso antes de que Clara tocara el timbre.
—Hola —dijo él, como si hubiera estado esperando justo detrás de la puerta.
—Hola —respondió Clara, sintiendo que las piernas se le volvían gelatina.
Leo la miró con un gesto lento, desde el cabello hasta los labios.
—Te ves preciosa.
Clara no supo si agradecérselo o huir corriendo.
—Gracias… tú también te ves… —lo observó— como alguien que sabe cocinar mejor que yo.
Leo rió.
—No te prometo nada. Pero hice lo posible.
Ella entró.
El gato entró detrás como un general inspeccionando territorio enemigo.
Y la casa de Leo…
Oh.
Era cálida.
Tenía luces suaves.
Olor a comida rica.
Y la mesa puesta con pequeños detalles.
Clara sintió un nudo en la garganta.
No de miedo.