Manual de citas para torpes

Capítulo 41- “Breaking News: ¡Clara invitó a Leo a una cita!”

Voy para allá. Arréglate. Hoy nos vamos de compras.”

No había buenos días.
No había cariño maternal.
Solo órdenes.
Como si ella fuera la comandante general del universo y yo una recluta desorientada.

Yo suspiré.

El gato me miró desde la mesa, con cara de: Te lo advertí. Nunca les digas a las madres que estás libre dos semanas. Nunca.

—¿Qué hago contigo? —le dije.

El gato bostezó. Descaradamente.

—¿Quieres quedarte con Leo?

El gato literalmente sonrió.
Un gato. Sonriendo. Eso ya debería haber sido señal del destino.

—Tú solo quieres ir a supervisarlo, ¿no?

El gato parpadeó lento.
O sea, sí.
Sí quería supervisar al humano que me gustaba. Porque era tóxico, territorial y extremadamente metomentodo.

—Bueno —dije rendida—. Vamos. Te llevo con él.

El gato saltó de la mesa como si hubiera ganado la lotería.

Leo abrió la puerta en camiseta, despeinado, con cara de “recién me levanté” y “estoy adorable sin darme cuenta”. Un combo letal.

El gato entró sin saludar, como si viviera ahí. Incluso se detuvo un segundo para oler la alfombra, como diciendo “aprobado… por ahora”.

Leo me miró con una mezcla de “qué alegría” y “qué nervios” y “por qué tu gato me examina como si fuera mi jefe”.

—¿Vas a algún sitio? —preguntó.

—Con mi madre. Día de compras. Probablemente orejas sangrando por exceso de preguntas personales. Cosas normales. El gato no puede venir.

—¿Y quieres que…?

—Sí, cuídalo. Vigílalo. No dejes que destruya tu casa. No te manipule. No cedas.

Leo miró al gato.
El gato lo miró.
Fue un duelo silencioso.

Leo suspiró.

—Estoy perdido, ¿verdad?

—Completamente.

El gato saltó al sofá, se acomodó y nos ignoró. Ya estaba en su casa mentalmente.

Yo me despedí de Leo con una sonrisa que no pude evitar, porque verlo así —medio dormido, medio preocupado, medio enamorado sin admitirlo— me daba una tibieza rara en el pecho.

Mi madre llegó con un entusiasmo que debería estar regulado por la ley.

—¡Clara! ¡Qué guapa te ves hoy! ¿Es porque viste a Leo ayer?

—Mamá, literalmente acabo de despertarme.

—¡Sí, sí! Por eso lo digo. Las mujeres enamoradas brillan aunque duerman fatal.

—Mamá…

—No me discutas, yo inventé eso. Vámonos.

La seguí resignada.

Apenas entramos en el centro comercial, mi madre comenzó su misión:

Buscar parejas.
Observarlas.
Juzgarlas.
Compararlas con Leo y conmigo.

El deporte olímpico favorito de todas las madres.

Primero vio a una pareja joven, abrazados frente a una tienda.

—¡Mira eso, Clara! Así deberías abrazar tú a Leo. O mejor, así debería abrazarte ÉL a ti, pero más fuerte, como si temiera perderte.

—Mamá…

—¿Qué? ¡Es verdad! Ese chico la agarra como si fuera un bolso robado.

—Mamá…

—Bueno, así te debería agarrar Leo. Aunque él parece más de los que te sujetan suavecito y después te miran como si fueras la única en la galaxia.

—¿Mamá CUÁNTO observaste a Leo?

—Lo suficiente —dijo ella, orgullosa—. Tiene buen material.

—¿¡MAMÁ!?

—¡Ay, Clara! ¡Que yo no dije nada malo! No seas tan inocente.

Yo quería evaporarme.

Pero no. La vida no me daba esos privilegios.

Mi madre analizaba las parejas como festivales.

—¿Ves aquel? —me dijo señalando a un tipo cargando bolsas por su novia—. Leo haría eso por ti. Tiene brazos fuertes.

—Mamá…

—¿Y ese de ahí? Ese la hace reír. Leo también te hace reír. ¡Coincidencia? No lo creo.

—Mamá…

—¡Y mira esa pareja discutiendo! —señaló otra—. Sí, eso también les pasará. Pero Leo tiene ojos de pedir perdón bonito. Ese don es importante.

—¿Podemos comprar lo que vinimos a comprar?

—Sí, sí. Ropa. Aunque deberías probarte algo lindo para cuando Leo te invite a cenar.

—Mamá…

—¿Es que todavía no te invitó? ¡Ay, por Dios! ¡Ese chico es lento!

Yo quería morirme.

Ella estaba encantada.

Cada vez que salía del probador, mi madre hacía un análisis completo:

—Ese vestido no. Ese es “me gusta pero no quiero admitirlo”.

—¿Cómo dices?

—Que lo usas y Leo se desmaya.

—Mamá…

—Este otro, ese sí. Ese es “soy elegante, pero peligrosa”. Ese sirve para cena romántica en casa.

—¿Qué cena romántica en casa?

—Ay, Clara, por favor. ¿De quién crees que heredaste lo obvia?

—MAMÁ.

Mientras almorzábamos, pasó una pareja que se daba la mano.

Mi madre los señaló con el tenedor.

—¿Ves eso? Eso es lo que ustedes dos deberían hacer ya.

—Tocar manos, mamá. No es cirugía a corazón abierto.

—¡Pues háganlo! ¡A ver si así me das nietos antes de que me muera!

—¡¿Qué—?!

—No te alteres. Dije “antes de que me muera”. Lo cual puede ser dentro de treinta años. O mañana. O ya mismo si sigues gritándome.

—No estoy gritando.

—Es que eres sensible, como Leo. Por eso combinan tan bien. Son dos tiernos.

—¿Mamá DE DÓNDE sacas estas conclusiones?

—Es que yo los observo, hija.
Mucho.
Demasiado.
Deberían pagarme.

Después de seis horas de caminar, comprar, reír, sufrir y escuchar teorías maternas sobre mi vida amorosa, por fin dejé a mi madre en su casa.

Ella me abrazó fuerte.

—Clara… estoy feliz por ti —susurró—. Ese chico te mira como si fueras magia. No lo sueltes.

Esa frase me dejó con el corazón suave.

—Mamá, aún no somos—

—Ay, sí, claro. Y yo soy astronauta. Anda, vete a buscar a tu gato. ¡Y dile a Leo que lo saludo!

Toqué la puerta de Leo.

Me abrió con una sonrisa tranquila.

—Sobreviví —dijo.

—¿El gato? —pregunté.

Leo señaló hacia dentro.

El gato estaba acostado en su sofá, cubierto con una manta, viendo televisión como si fuera su casa.




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