Clara nunca había estado tan nerviosa por una cita en su vida. Y eso que técnicamente no era una cita… o sí… o algo entre medio… o lo que fuera que su corazón, sus nervios y ese torbellino en el estómago estaban intentando procesar.
Pero lo que sí sabía era esto: Leo iba al festival con ella.
El universo finalmente había decidido cooperar.
Despertó temprano, después de una noche en la que dormir había sido una actividad opcional y temblorosa. Entre pensamientos, anticipación y un gato que decidió dormir encima de su espalda como si fuera una almohada con calefacción natural, Clara había pasado las horas como quien espera un milagro.
Y ahora, milagro concedido, tocaba prepararse.
Tenía la casa hecha un caos: ropa por todas partes, una toalla colgando de la lámpara por alguna razón que no recordaba, dos zapatos huérfanos que hacía tiempo habían dejado de ser pareja, y en medio de todo… el gato. Sentado. Mirándola con cara de juez supremo del destino humano.
—No empieces —le advirtió Clara mientras pasaba corriendo a su lado con una blusa en una mano y un calcetín en la otra.
El gato hizo mrrp con tono acusatorio, como si estuviera tomando nota en su pequeño cuaderno imaginario de infracciones.
Clara suspiró, dejó caer la blusa sobre la cama y se sentó un momento para respirar. Solo un momento. Solo uno.
—Ok, Clara… piensa. Es solo un festival. Solo Leo. Solo… oh Dios mío —apretó la cara contra las manos—. Estoy perdida.
El gato saltó a su regazo con un suave pomf, como si dijera: “Calma, humana, que alguien aquí tiene que mantener la dignidad”.
—Me alegra que estés tranquilo —respondió Clara sin convicción—. Yo no puedo. No después de lo de ayer.
Ayer.
La forma en que Leo la había mirado.
La manera en que le había dicho “quiero ir contigo”.
El abrazo. La cercanía. La electricidad suave, cálida, dulce, peligrosa.
Clara exhaló. El gato rodó sobre sí mismo para recibir caricias.
—¿Tú crees que esto es buena idea? —preguntó, rascándole la barriga.
El gato la miró con la expresión equivalente a un “por supuesto que sí, soy un genio”.
Clara sonrió, recuperando algo de equilibrio emocional.
A media mañana, Leo escribió:
Estoy listo cuando tú estés lista.
Cinco palabras. Cinco palabras que, curiosamente, lograron hacer que Clara perdiera toda la compostura que había recuperado.
Saltó de la cama, el gato dio un salto dramático al suelo y la casa se convirtió por completo en una zona de desastre tipo “tornado romántico categoría 5”.
Ropa por aquí.
Perfume por allá.
Maquillaje, clips de cabello, pequeñas tragedias textiles.
El gato la seguía a todas partes como un supervisor general.
—Ya sé, ya sé —decía Clara mientras intentaba delinearse los ojos—. Estoy exagerando. No es una cita formal… no es… ¿cierto?
El gato la observó. Parpadeó lentamente.
Clara interpretó eso como un: “Sí es una cita, no lo niegues más, payasa.”
—Ok, ok, lo admito —dijo ella en voz baja—. Es… es la primera vez que me siento así desde… mucho tiempo.
El gato bostezó con indiferencia, como si dijera: “Sí, sí, sentimientos, humanos, aburrido. Dame comida”.
—Después —Clara le dio un pequeño golpecito suave en la cabeza—. Primero tengo que llevarte donde mi mamá.
Al oír la palabra mamá, el gato se tensó. Como si le hubieran dicho que lo llevaban al veterinario, al infierno o, peor, a un baño.
—No me mires así —le dijo Clara mientras buscaba su bolso—. No puedo llevarte al festival. No me hagas sentir culpable.
El gato se acurrucó en una bolita dramática, claramente ofendido.
Cuando Leo llegó a recogerla, Clara ya estaba lista. O tan lista como alguien puede estar antes de algo que podría cambiarle la vida.
Él la miró. Ella lo miró.
El gato los miró a ambos con la expresión de “no arruinen esto”.
—Hola —dijo Leo, con esa sonrisa que nunca fallaba en derretirle las neuronas.
—Hola —respondió Clara, sin poder evitar sonreír también.
—¿Lista?
—Lista… pero acompáñame un momento. Tengo que dejar al gato donde mi mamá.
Leo bajó la mirada hacia el felino, que estaba sentado dentro de su transportadora como un rey encarcelado injustamente.
—Oh —dijo Leo, haciendo una mueca divertida—. Parece… contento.
El gato bufó, aclarando su postura al respecto.
—No lo está —respondió Clara—. Está preparando mi castigo para cuando vuelva.
Leo soltó una risa suave, que a Clara le hizo temblar algo muy tonto y cálido en el pecho.
El camino hacia la casa de la madre de Clara fue más agradable de lo que cualquiera esperaría llevando un gato enfurecido en un coche. Aunque el gato maullaba con la intención de hacer una denuncia pública, Leo y Clara hablaron del festival, de la música, de las luces y de todo lo que habían imaginado vivir ahí.
Cada frase era una pequeña chispa.
Un puente que se iba construyendo.
Un acercamiento inevitable.
Cuando llegaron, la madre de Clara los recibió como si fueran una telenovela en vivo.
—¡Aaaah, por fin! —dijo con los brazos abiertos y brillo malicioso en los ojos—. ¡Ya era hora!
Clara se llevó una mano a la cara.
—Mamá, solo venimos a dejar al gato.
—Sí, sí, claro —respondió la madre, ignorando el comentario—. Leo, bienvenido. ¿Así que hoy tienen cita?
—Mamá —repitió Clara con un susurro desesperado.
Leo, sorprendentemente, no pareció incomodarse. Más bien sonrió, tímido, encantador, como si esa situación le hiciera gracia en vez de vergüenza.
—No es una cita… exactamente —dijo él, mirando a Clara.
—Ah, por favor —la madre movió una mano—. He visto telenovelas desde 1985, no me van a engañar. Váyanse al festival, disfruten, enamórense y tráiganme fotos.
Clara estaba roja como un tomate.
—Mamá…
—¿Qué? —respondió su madre con un encogimiento de hombros—. ¿Quieres que finja que no sé que estás loquita por él? Porque no voy a mentirte, hija.