Manual de citas para torpes

Capítulo 43- Un Segundo Para Siempre❤️

El aire vibraba. No por el calor, ni por las luces, ni por la música folklórica que sonaba en la distancia con más entusiasmo que afinación. Vibraba porque ellos… estaban justo ahí. En ese punto donde uno ya no retrocede, pero tampoco entiende del todo hacia dónde avanza.

Leo la miró. El tipo de mirada que hacía que a Clara se le derritiera una neurona. O dos. Tal vez todas.

—¿Lista? —preguntó él, suave, con esa voz que parecía acariciar el aire.

—No —admitió Clara.

Él rió.

—Perfecto. Yo tampoco.

Y caminaron.

El festival era un caos hermoso: luces colgadas entre los árboles como luciérnagas domesticadas, puestos de comida que olían a gloria frita, familias corriendo, música de guitarra y acordeón, niños gritando, parejas abrazadas, ancianos bailando como si el tiempo no los hubiera tocado. Clara y Leo intentaban sobrevivir a la locura, tomados de la mano, sin perderse entre la multitud.

—¿Quieres una bebida? —preguntó Leo.

—Sí… lo que sea menos algo verde —respondió Clara.

—¿Trauma infantil?

—Más trauma visual —admitió ella, con media sonrisa.

Él rió, se acercó al puesto y pidió dos tazas humeantes, llenas de algo dulce y especiado. Mientras él hablaba con la vendedora, Clara observó a las parejas que pasaban: algunas tomadas de la mano, otras abrazadas, algunas empujándose entre bromas y risas. Su madre tenía razón… ese festival era una emboscada romántica. Y Leo… Leo estaba ahí. A su lado. Como si fuera el lugar natural donde debía estar.

Leo volvió con las bebidas. Le entregó una. Sus dedos se rozaron. Una estupidez. Un gesto mínimo. Pero suficiente para que a Clara se le reiniciara el cerebro como un router viejo.

—¿Todo bien? —preguntó él, sonriente.

—Sí —mintió ella, tragando aire.

Él asintió, como si entendiera más de la cuenta. Siempre lo hacía.

Caminaron entre los puestos. Había uno de artesanías, uno de dulces, otro de bufandas tejidas, y otro donde una señora gritaba:

—¡PRUEBA EL MEJOR PAN CASERO! ¡NO TE ARREPIENTES O TE PERSIGO HASTA TU CASA!

Leo se detuvo y murmuró:

—Empiezo a entender de dónde sacaste tu personalidad.

—¡No soy así! —protestó Clara.

—De acuerdo… un poquito —dijo él con una sonrisa traviesa.

Clara le dio un codazo. Él se rió. La señora de los panes los miró como si estuviera presenciando un episodio de telenovela en vivo.

—¿Novios? —preguntó con la voz más fuerte que pudo.

Clara se atragantó con su propia saliva. Leo casi se cae.

—N-no —respondió Clara.

—Todavía —susurró la señora, como si hubiera visto el futuro.

Clara se quedó congelada. Leo tosió como si hubiera inhalado una nube de vergüenza.

—Bueno, me voy —dijo la mujer—. Pero piénsenlo. Los panes unen gente.

Se marchó entre risas contenidas de algunos transeúntes que habían sido testigos del pequeño espectáculo.

—¿Por qué siento que tu madre la contrató? —preguntó Leo.

—Porque puede haberlo hecho perfectamente —respondió Clara, con media sonrisa.

Siguieron caminando mientras el bochorno se disipaba en risas nerviosas. La luz del atardecer pintaba el cielo de naranja y rosa. Las lámparas se encendían poco a poco, dando al festival un aire más íntimo y suave.

Leo caminaba al lado de Clara con las manos en los bolsillos, acumulando valor, como si cada paso que daba le costara un poco de coraje.

—Clara… —empezó.

Ella lo miró. Él desvió la vista. Eso le dio un vuelco en el pecho.

—Tengo algo… —tragó saliva—. Algo que quería decirte desde hace días. Semanas. Bueno, meses, si contamos técnicamente la primera vez que te vi y pensé “wow, estoy arruinado”.

Clara parpadeó.

—¿Meses?

—No dije nada —respondió él demasiado rápido.

Ella sonrió sin poder evitarlo.

Leo respiró profundo, como si fuera a saltar a una piscina helada.

—Yo sé que lo que estamos haciendo es… lento. Caótico. Y muy supervisado por… bueno, tu gato no está aquí, pero sé que desde algún rincón de tu casa debe estar mirándonos con sus ojos críticos, juzgando cada movimiento mío. —Él sonrió divertido—. Pero contigo todo se siente distinto. No más fácil, no más perfecto… solo… real. Como si por primera vez no estuviera tratando de impresionar a nadie, sino simplemente… siendo yo.

Clara se quedó inmóvil, absorbiendo cada palabra.

Leo bajó la voz:

—Y no sé qué somos. No sé cómo llamarlo. No sé cómo llamarte. Todavía. Y no quiero apresurarte. Solo quería que supieras que… —sus ojos se alzaron hacia ella— que me importas. Mucho. Más de lo que sé manejar. Pero no me asusta. Lo que me asustaría sería quedarme lejos.

Clara sintió que el pecho le dolía de una forma suave y dulce, como si algo dentro quisiera romperse para hacerse más grande.

—Leo… —susurró.

Pero justo cuando iba a hablar, un leve ruido de fondo los distrajo: unas risas lejanas, música más fuerte en otro puesto, gente corriendo… y Clara recordó que su madre se había quedado en casa con el gato. Respiró aliviada: nadie allí los podía interrumpir ni evaluar sus movimientos.

—Puedo hablar —susurró Clara finalmente, con una sonrisa tímida.

—¿Sí? —preguntó Leo, esperanzado.

Ella asintió, con una valentía tímida pero real, y tomó su mano. Leo se inmovilizó como si le hubiera caído un rayo de ternura encima.

—Esto… —dijo Clara—. Esto sí puedo.

Leo sonrió. No una sonrisa cualquiera. Sonrió con alivio, cariño, esa felicidad tranquila que solo sienten quienes han esperado genuinamente algo.

—Está bien —susurró él—. Es más que suficiente.

Siguieron caminando tomados de la mano, entre farolitos colgados que iluminaban el sendero con un brillo cálido, mezclándose con las luces de los puestos, creando un paisaje casi mágico. Cada gesto de Leo hacía que el corazón de Clara latiera más rápido, pero de una forma dulce, suave, feliz.

Pasaron por un puesto de recuerdos y Leo le compró una pequeña lámpara con forma de luna.




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