Había salido bien, lo suficiente para no pasar llorando 24/7 y perder mis horas de sueño y mantener mis ojos hinchados
Ya había pasado una semana desde que el innombrable "tomó la peor de su vida" según las palabras de Sofi.
Suspiré apenas mirando la nueva libreta que tenía en su primera hoja "manual para superar a tu ex", suspiré apenas, mientras estaba en la oficina sin nada realmente para hacer porque ya había acabado todo mi trabajo en la primera parte de la mañana, la tentación de entrar en Instagram y stalkear sus redes me llenaba de ansiedad
Bufé, cerrando la libreta con fuerza como si el acto pudiera sellar también mis pensamientos desordenados, y me levanté de mi escritorio, asegurándome de que la servilleta donde Sofi había plasmado el plan central no se perdiera entre papeles, tazas de café y bolígrafos dispersos. Metí el teléfono en el cajón de mi escritorio, con la firme intención de no caer en la tentación de escribirle algún mensaje al innombrable.
Porque todos sabemos que enviar mensajes a tu ex es básicamente firmar un contrato de autoboicot emocional.
Me dirigí al baño, caminando entre cubículos y escritorios como si cada paso fuera un acto heroico de supervivencia emocional. Aún no lo entendía del todo. ¿Qué había pasado? ¿Era realmente verdad que no había nadie más? ¿la culpa había sido mía? Las dudas se arremolinaban en mi mente, golpeando como olas insistentes contra un acantilado frágil.
Abrí la puerta del baño y me quedé un momento frente al espejo, observando mi reflejo con esa mezcla de incredulidad y exasperación que solo los corazones rotos conocen. Mis ojos picaban, ardían, como si quisieran recordarme a cada segundo que aún existía dolor. Tragué en seco respirando hondo para no romperme en un ataque de llanto justo allí, delante del lavabo y de los espejos que reflejaban mi desastre emocional.
Mordí mi labio inferior con fuerza, temiendo que el rímel se corriera y dejara surcos negros que delataran mis lágrimas ocultas. Cada respiración era un recordatorio de mi vulnerabilidad y, al mismo tiempo, un acto de rebeldía: aún podía mantener la compostura aunque me sintiera a punto de desmoronarme.
Pensé en Sofi, en su energía absurda y su capacidad para convertir cada desastre en una especie de experimento hilarante, y no pude evitar esbozar una sonrisa amarga.
Porque, claro, la vida era irónica: mientras yo intentaba sostener mi dignidad con una mano y mi labio mordido como mi único acto consciente de resistencia con la otra, mi corazón seguía latiendo descontrolado por alguien que probablemente ni siquiera pensaba en mí en ese momento. Y ahí estaba yo, en un baño de oficina cualquiera, rodeada de azulejos grises y jabón líquido, intentando no llorar como actriz dramática en una película que nadie quería ver, mientras mi cerebro repetía en bucle todas las preguntas que no tenían respuesta.
Pero respiré otra vez. Lentamente. Contando hasta cinco, luego hasta diez, luego hasta... No sé qué número.
Me obligué a mirarme al espejo, enfocando mis ojos verdes apagados en algo más que el desastre emocional que llevaba encima, y recordándome que todavía existía Sofi, el marcador rojo y la lista absurda de pasos que, aunque ridículos, prometían hacerme reír otra vez.
Tal vez hoy no era el día de la victoria emocional, pero al menos podía empezar a sobrevivirlo con un poco de sarcasmo y, quién sabe, algo de chocolate escondido en la bolsa de mi escritorio.
Sofi no me regañaría por comer un poco de chocolate ahora mismo, ¿verdad? Después de todo, ella misma había escrito en la lista: “Sobrevive con helado, llora con estilo y ríe de tu desgracia”.
Me miré de nuevo en el espejo, esta vez centrándome en lo que me gustaba de mí, porque no permitiría que esta absurda ruptura se llevara, además de mi estabilidad mental, también mi amor propio. Mi cabello castaño oscuro caía largo hasta la mitad de mi espalda, suave, con un brillo natural que el sol de la mañana acentuaba apenas. Tomé un mechón entre mis dedos y lo giré, considerando cortarlo; él siempre decía que le gustaba largo. Claro, porque el ego masculino funciona así: quiere todo a su manera y luego se queja cuando cambias algo.
Mis ojos verdes, normalmente brillantes, ahora estaban apagados, rodeados por sombras de ojeras que por más corrector que usara, insistían en recordar mis noches de insomnio y llanto. Mi piel morena, con un ligero tono dorado gracias al sol de los fines de semana, parecía pálida en contraste con mis pensamientos oscuros, y noté algunas pequeñas manchas solares que, ironía del destino, me hacían parecer más “humana” frente al espejo. Suspiré y asentí para mí misma mientras me lavaba las manos, intentando recordarme que aún era yo, sin él.
Mis compañeros de oficina no tenían por qué saber que había entrado al baño para evitar un colapso mental; prefería que pensaran que simplemente había tardado porque estaba cagando. Pujé una leve risa por lo absurdo de la idea y de inmediato sentí un poco de alivio al poder reírme de mí misma aunque fuera solo unos segundos.
Salí del baño y regresé a mi escritorio, y entonces lo vi. Quedé jodidamente helada.
Frente a mí, Lucas Arévalo, 25 años, ocupaba el espacio de mi vista con una presencia que francamente podía considerarse peligrosa para cualquier corazón vulnerable. Su cabello negro, ligeramente despeinado, caía con esa perfección despreocupada que parecía decir: “Sí, sé que te estoy haciendo efecto”. Sus ojos miel brillaban con curiosidad e intensidad, y su mirada no solo me atrapó, sino que también me hizo sentir diminuta al lado de su estatura y espalda ancha. Todo en él respiraba confianza y… sí, una maldita magnetismo que hacía que tu cerebro se congelara por segundos.
Me acerqué, tratando de mantener la compostura, aunque sentí que mis manos sudaban un poquito más de lo habitual y que mi corazón, traicionero como siempre, latía demasiado rápido.
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Editado: 16.09.2025