La mañana siguiente de esa maravillosa noche de karaoke, me sentí con energía renovada... hasta que me acordé de él. Mientras me bañaba, los recuerdos del innombrable me invadieron como una marea implacable y, sin poder evitarlo, terminé en lágrimas otra vez.
Fueron casi ocho años de mi vida junto a él, entre amor, costumbre y la absurda idea de que éramos inseparables. Me hacía falta en cada instante, aunque me obligaba a fingir que no, que podía vivir sin ese vacío. Lo intentaba, juro que lo intentaba, pero cada memoria de nuestra vida juntos era un peso que se clavaba en mi pecho como un cuchillo frío.
Recordé vagamente cómo regresé ebria a mi departamento: Lucas me había traído, y yo ni siquiera recordaba bien cómo había llegado. Lo dejé tomar las llaves, y él entró conmigo en sus brazos, dejándome suavemente sobre la cama mientras murmuraba maldiciones contra mi ex entre sollozos.
Pensar en la noche anterior me daba un alivio extraño: la risa de Alejandro, el sarcasmo de Lucas, los comentarios absurdos de Martín… había funcionado mejor desconectarme con ellos que con esa cita fallida que me había dejado la sensación de haberme perdido a mí misma un poco más.
Salí de la ducha y me miré en el espejo: los ojos hinchados y enrojecidos me devolvían un reflejo doloroso de mi vulnerabilidad. Tragué saliva, intentando aferrarme a los recuerdos alegres de la noche anterior y no a los años desperdiciados de mi vida. Negué con la cabeza, tratando de respirar, de sostenerme.
Entonces sonó la notificación del teléfono. Caminé hacia la habitación con pasos lentos, segura de que sería Sofía preguntándome cómo había ido la cita, y estaba mentalizandome para pasar las próximas dos horas quejándome con ella por haberme mandado a ese lugar. Pero no. No era Sofía.
Era él.
Mi corazón dio un vuelco, saltando de alegría y miedo al mismo tiempo. Abrí la notificación sin pensar, sentándome en el borde de la cama con una sonrisa temblorosa, aferrándome al teléfono como si fuera un salvavidas. Podría ser la excusa perfecta para escribirle, para hablar y tal vez...
Me quedé jodidamente helada al ver la publicación. Era una foto.
Él estaba allí, impecable como siempre: su cabello oscuro cayendo con perfección sobre la frente, esos ojos azules profundos que solían leer cada pensamiento mío, brillando ahora con una ternura que me dolía en el pecho. Su sonrisa… su sonrisa era enorme, franca, feliz. Demasiado feliz.
Pero no estaba solo.
A su lado, una chica rubia platinada, de cabello lacio que le llegaba hasta casi la cintura. Él la sostenía por la cintura, pegándola a su pecho, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás, dejando que su cabello se moviera apenas con un aire de libertad y felicidad. Sus ojos estaban cerrados, su piel parecía de algodón, y su sonrisa… su sonrisa era perfecta, radiante, como si cada fibra de su cuerpo celebrara estar allí.
Cada detalle de la foto era un golpe: el brillo de sus anillos reflejando la luz, la manera en que sus cuerpos se acomodaban sin esfuerzo, la suavidad del abrazo que parecía decir todo lo que no me había dicho nunca. Cada milímetro de la imagen gritaba felicidad compartida, un vínculo que no me incluía.
Y como si la imagen no fuera suficiente, leí el pie de la publicación. Algo cursi, ridículamente romántico:
"Nunca imaginé que alguien pudiera hacerme sonreír así… pero tú lo lograste. Aquí comienza nuestra historia juntos."
Mis manos temblaron mientras sostenía el teléfono. Sentí cómo mi pecho se contraía, un nudo que no me dejaba respirar. Celos, dolor, nostalgia… todo mezclado en un torbellino que me dejaba helada.
Cerré los ojos por un instante, tratando de respirar y de calmar la tristeza, el absurdo de sentirme traicionada por alguien que ya no me pertenecía.
Abrí los ojos, tratando de centrarme en mí misma, recordando la risa de la noche anterior, los momentos de desconexión y diversión que me habían salvado de hundirme completamente. Pero la imagen de ellos dos juntos seguía ahí, clavada en mi mente, un recordatorio de lo que había perdido y de que, tal vez, ya nada volvería a ser como antes.
Y no pude evitarlo.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse lentamente por mis mejillas, calientes y saladas, mientras mis ojos seguían clavados en la publicación, incapaces de apartarse. Cada pequeño detalle de la foto me atravesaba como un cuchillo invisible: la forma en que él sostenía a la rubia, su sonrisa tan genuina y despreocupada, la seguridad que irradiaba al estar junto a alguien que no era yo. Todo me recordaba lo que había perdido, lo que había sido mío alguna vez y ahora ya no era más que un recuerdo doloroso.
Mi corazón se contrajo en un nudo imposible de deshacer. Cada latido dolía como si arrastrara consigo ocho años de memorias, promesas rotas y silencios que me habían hecho daño. Los sollozos vinieron después, suaves al principio, luego más profundos y desconsolados, mezclándose con las lágrimas amargas que rodaban por mi rostro. Sentí que me ahogaba en mi propio dolor, como si la respiración misma se hubiera vuelto un esfuerzo innecesario frente a la magnitud de lo que estaba viendo.
Era injusto. Lo sabía. Lo amé con cada parte de mí, di todo lo que podía, y ahora… ahora él estaba allí, abrazando a otra como si mi existencia nunca hubiera importado. La rubia parecía salida de un sueño: su piel perfecta, su cabello largo y brillante, sus ojos cerrados en un gesto de felicidad completa. Todo lo que él me había prometido alguna vez parecía reflejarse en esa imagen, burlándose de mí.
Mi pecho se apretó aún más, y no pude evitar murmurar su nombre entre sollozos, como si pronunciarlo de alguna forma pudiera aliviar la sensación de traición que me consumía por dentro.
—Nicolás… —susurré para mi misma, apenas audible—. ¿Cómo pudiste…?
Mi voz se quebró, mezclándose con un nuevo río de lágrimas. Me senté en el borde de la cama, dejando que el teléfono cayera sobre mis piernas, pero mis ojos no dejaban la pantalla. Cada palabra del pie de foto me atravesaba como un frío acero.
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Editado: 16.09.2025