Cuando regresamos al hotel lo primero que hice fue dormir una siesta, hasta que él me despertó para que fueramos a cenar. De regañadientes me arregle y baje junto a él, El ascensor del hotel nos llevó hasta el piso del restaurante, y mientras las puertas se abrían, una cálida brisa con aroma a especias y pan recién horneado nos envolvió. Las luces bajas y doradas del lugar hacían brillar suavemente los cristales de los candelabros, y el murmullo de conversaciones mezclado con el tintinear de cubiertos.
Lucas me tomó del brazo mientras caminábamos entre las mesas, y no pude evitar sentir cómo su cercanía me hacía estremecer. Cada toque era casual, pero su calor me llegaba directo al pecho. Sus dedos rozaban los míos de vez en cuando, y yo tenía que concentrarme para no dejar que mi respiración se acelerara de manera evidente.
—¿Mesa para dos? —preguntó el camarero, y Lucas asintió mientras me empujaba suavemente hacia un lugar junto a la ventana, donde las luces de Valencia se reflejaban como diminutas estrellas en los cristales.
Me senté, acomodando la falda de mi vestido mientras él tiraba ligeramente de mi silla para que quedara bien colocada. Mis mejillas se calentaron y aparté la mirada, intentando concentrarme en el menú. Lucas, siempre atento, me ofreció la carta primero, aunque él ya sabía qué iba a pedir.
—Te prometo que todo esto será delicioso —dijo, con esa seguridad que me irritaba—. Y no te preocupes, pastelito, que no dejaré que un plato de comida te arruine otra vez el día.
—Sí, claro… como si pudiera estropear algo en tu perfecto mundo —respondí, rodando los ojos mientras me servía un poco de agua.
Él sonrió y me pasó su brazo por el respaldo de la silla, tan cerca que un pequeño roce de su codo me hizo estremecer. No dijo nada, solo me miró, y por un instante sentí que estaba atrapada en la calma que su presencia provocaba.
Pedimos la cena: una selección de tapas para compartir, acompañadas de un vino ligero que olía a frutas maduras. Mientras esperábamos, Lucas inclinó la cabeza hacia mí, con esa sonrisa traviesa que siempre me hacía dudar de mis propias emociones.
—Sabes, pastelito —susurró, apenas rozando mi mano con la suya—. Creo que después de salvarte de la humillación total en las clases de baile, merezco un pequeño premio.
—¿Premio? —pregunté, arqueando una ceja, intentando no reír—. No recuerdo haberme ofrecido a darte ninguno.
—Oh, sí —dijo, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos—. Uno muy simple: tú dices “sí” a todo lo que te pida por un día entero. Sin protestas. Sin excusas.
Me quedé helada un segundo, pero su mirada era tan intensa y seria, mezclada con un toque de picardía, que no pude hacer otra cosa que suspirar:
—¿Todo? —pregunté, más para mí misma que para él.
—Todo —afirmó, mientras tomaba mi mano y entrelazaba los dedos con suavidad—. Confía en mí, pastelito… será divertido. Y juro no hacerte hacer cosas que no quieras.
No podía negar que la idea me desconcertaba y me intimidaba, pero al mismo tiempo, algo en su voz y en su manera de mirarme me daba seguridad. Esa mezcla de desafío y cuidado me desarmaba.
La cena llegó y comenzamos a comer, compartiendo tapas mientras bromeábamos sobre nuestros desastres previos. Lucas no dejaba de mirarme con atención, asegurándose de que cada bocado llegara a mí sin que me quemara con la comida ni se derramara. Cada gesto suyo era tan delicado que me hacía sentir especial, y a la vez me confundía: ¿cómo alguien podía ser tan atento y travieso al mismo tiempo?
—Deberías premiarme más seguido, pastelito —dijo entre risas, sirviéndome un poco de sangría y rozando mi mano accidentalmente con la suya—. Mira, hasta he pensado en la próxima actividad para tu día de “sí”.
—Oh, sí… seguro —respondí, rodando los ojos, aunque mi corazón latía más rápido de lo normal—. ¿Qué invento ahora?
—Ah… —hizo una pausa, apoyando su barbilla en su mano, mirándome con esa sonrisa que siempre hacía que mi pecho se derritiera—. Eso es sorpresa, pastelito. Solo confía en mí.
Suspiré, sabiendo que perdería. No por el juego, ni por las clases de baile, sino porque cada mirada, cada roce, cada gesto suyo me hacía sentir que no podía decir “no”. Y, extrañamente, no quería decirlo.
Lucas sonrió al notar mi silencio, y yo fingí concentración mientras él se inclinaba ligeramente para ajustar mi servilleta en el regazo. Un contacto mínimo, pero suficiente para que mi corazón se saltara un latido.
—Bien… —susurró con picardía—. Prepárate, pastelito. No tendrás excusas.
Y mientras la música suave del restaurante llenaba el aire y las luces de Valencia brillaban a través de la ventana, supe que aquel día prometía ser un desastre encantador… y totalmente bajo su control.
***
Cuando regresamos a la habitación del hotel, nos turnamos para darnos un baño cada uno y finalmente dormir en camas separadas. Lucas parecía haberse quedado dormido de inmediato. Yo, en cambio, no podía conciliar el sueño; mi mente giraba una y otra vez sobre el lío en el que me había metido con esa promesa de decir “sí” a todo. Suspiré, acomodándome entre las sábanas, y finalmente, en algún momento, el cansancio venció a mis pensamientos y me quedé dormida.
Cuando estaba empezando a recuperar la conciencia del sueño, fue su voz la que me sacó de nuevo al mundo de la vigilia. Sonaba serio, concentrado, como si hablara por teléfono de algo importante. Me incorporé un poco, todavía adormilada, y lo vi sentado en el borde de su cama, con el teléfono pegado a la oreja. Su expresión era intensa, pero había suavidad en su mirada cuando me atrapó observándolo.
—Sí, todo listo para hoy —decía, y su voz bajó cuando me giré hacia él—. Perfecto, sí, no tardaremos mucho.
Mi corazón dio un pequeño salto al darme cuenta de que hablaba de nuestro día. La promesa de “sí” a todo me golpeó de repente, y no pude evitar sentir un torbellino de emoción, nervios y curiosidad mezclados. Lucas notó mi reacción y esbozó una sonrisa ladeada, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
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Editado: 30.09.2025