Manual De Como Olvidar A Tu Ex

Capítulo Diesiséis: Flores Y Mentiras

El día fue jodidamente agotador. Entre bocetos, reuniones, correcciones y mil ideas lanzadas al aire sin filtro, sentía que mi cerebro estaba a punto de colapsar. Pasábamos de una oficina a otra cargando laptops, tabletas y papeles, mientras la mesa de la sala de descanso parecía un altar sagrado lleno de galletas de prueba y litros de café negro.

Al principio me emocionó —¿a quién no le gusta comer galletas gratis en horario laboral?— pero después de la décima mordida y el quinto vasito de café, lo único que quería era agua, una cama y posiblemente una intervención médica.

Agradecí en silencio que Arévalo hubiera dejado de jugar con mis nervios, limitándose a ser el jefe profesional que debía ser. Gracias a eso logré concentrarme y, milagrosamente, antes de las tres de la tarde ya tenía un par de bocetos sólidos aprobados por el equipo.

Suspiré con pesadez, empujando mis lentes hacia arriba en el puente de la nariz, mientras miraba las decenas de galletas que quedaban esparcidas como si fueran pequeños demonios azucarados riéndose de mí. El asco me revolvía el estómago.

—Creo que si veo otra galleta más… vomito —murmuré, levantándome con torpeza.

Me disculpé con el equipo, quienes apenas levantaron la mano en señal de entendimiento —todos estábamos igual de hartos de tanto azúcar—, y salí de la sala directo al baño.

El café estaba cobrando factura. Mis pobres riñones pedían auxilio.

Apuré el paso, casi trotando por el pasillo, y al llegar empujé la puerta del baño de mujeres como si entrara en una misión de vida o muerte. Ni siquiera me detuve a mirarme en el espejo; simplemente me encerré en un cubículo con la urgencia de quien acaba de correr un maratón de cafeína.

Por un instante, mientras hacía mis necesidades, cerré los ojos y dejé escapar un suspiro de alivio. La paz momentánea. El silencio. Nada de Lucas, nada de galletas, nada de reglas absurdas sobre exnovios.

Solo yo… y el bendito descanso de mi vejiga.

Cerré mis ojos, suspirando con pesadez, y me quedé helada al escuchar una voz entrando a los baños.

—No puedes entrar aquí —se quejó esa voz dulce y ligeramente frívola que me llenó de curiosidad y una pizca de reconocimiento. Me recompuse aún sentada en el inodoro.

—Me jodiste —se quejó una voz masculina. Sentí cómo el paso de mi pipí se cortaba de golpe al reconocer esa voz. Fuera de que era un maldito hombre en el baño de mujeres, era ese bastardo loco de Arévalo.

Pasé mis manos por mi rostro apoyando mis codos en mis rodillas. ¿Qué mal estaba pagando?

—Mientes. No me eches la culpa por tu estupidez —contestó ella. Entrecerré los ojos ligeramente, tratando de reconocer esa voz.

—Dijiste que era mejor decirle porque Dominic estaba de castrante.

—No creí que fueras tan imbécil, Lucas. Una chica con el corazón roto, ¿qué esperabas? Aunque me deja tranquila que es lo suficientemente madura para entender que aceptar tus sentimientos ahora mismo, con su corazón hecho pulpita, sería cruel —escuché cómo sonaban sus labios. Me la imaginé colocándose lápiz labial. Era Mikaela, la hermana de Lucas.

—Mikaaaa... —se quejó Lucas en tono de reproche. Yo incluso trataba de contener la respiración.

—Por favor, eres decente. No sé quién es ese ex suyo, pero te aseguro que tarde o temprano se enamorará de ti —la seguridad con la que lo dijo me hizo estremecer y sentirme jodidamente ridícula y patética.

—¿Y si no? —el tono de Lucas no tenía ni un gramo de broma. Era miedo puro. Mi corazón se derritió ligeramente sin poder evitarlo.

—Entonces ella también es imbécil —dijo sin titubear Mikaela.

Me quedé inmóvil, como si en lugar de estar en un baño de oficina estuviera en medio de una misión de espionaje de la CIA. La maldita cisterna del inodoro sonaba como una bomba lista para delatarme y mis piernas se tensaban tratando de no hacer ni un ruido.

Por el amor a todas las galletas del planeta, que no me descubran aquí”, pensé, aunque la ironía era que estaba literalmente atrapada en el baño con mi jefe y su hermana discutiendo sobre mis sentimientos. ¿Qué tan bajo más podía caer mi dignidad?

—Lucas, eres terco —continuó Mikaela, como si estuviera arreglándole la vida—. No todos los hombres saben escuchar, ser pacientes. Tú sí, y eso cuenta más de lo que crees.

Escuché un golpe seco, como si él se hubiera apoyado contra la pared.

—Pero duele —su voz salió más baja, vulnerable, tan distinta al tono burlón que usaba conmigo en la oficina—. No quiero presionarla, pero tampoco quiero quedarme aquí, mirándola como si fuera inalcanzable.

Mi corazón dio un brinco tan fuerte que temí que se oyera desde el cubículo. Maldito Arévalo, ¿por qué tenía que sonar tan jodidamente sincero justo cuando yo estaba con los pantalones abajo?

—Lucas… —Mikaela suspiró como quien se resigna—. Mira, si ella no se da cuenta de lo que vales, créeme que yo misma voy y le lanzo una granada en la cara para que reaccione.

Contuve la risa con un manotazo a mi boca. Gran error. La tapa del dispensador de papel se movió con un chirrido delator.

Silencio absoluto.

El tipo que acababa de confesar que me veía como inalcanzable se encontraba ahora a escasos metros, probablemente preguntándose si un fantasma se había mudado al baño de mujeres.

Yo, en cambio, solo podía pensar en una cosa: trágame tierra, o mejor, trágame un paquete entero de galletas.

Mi cuerpo se quedó tieso como un muñeco de trapo. Intenté controlar la respiración, pero un leve resoplido se escapó cuando la tapa del papel higiénico se me cayó de las manos al intentar esconderla; el sonido rebotó en los azulejos como si lanzara una campanada. Instantáneamente sentí que la sangre me subía a las orejas.

Perfecto, Adhara. Huida elegante número ciento veintitrés”, pensé, mientras subía los pies intentando en vano que no se viera nada. Sí, me senté en el inodoro y, por pura coordinación digna de una destreza física, levanté las piernas como si pudiera transformarme en una estatua invisible. Con las rodillas pegadas al pecho, parecía más una foca encogida que una adulta capacitada para la vida.




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