El lápiz se deslizaba una y otra vez sobre la hoja, trazando líneas que comenzaban como simples bocetos y terminaban en formas un poco más definidas: una silueta femenina sosteniendo una copa brillante, un fondo con luces difusas que evocaban elegancia, letras grandes que podría pulir más tarde en digital. Tenía frente a mí la carpeta de la nueva campaña, y aunque sabía exactamente qué debía hacer, mi mente parecía empeñada en dispersarse en cualquier dirección menos en la correcta.
El fin de semana en Salamanca había sido tan perfecto y confuso a la vez que, cada vez que apoyaba el lápiz sobre el papel, se me colaba un recuerdo. La risa de Sofía bailando con Alejandro, Martín con esa chica de sonrisa enorme, y… Lucas. Siempre Lucas.
Fruncí los labios, sombreados apenas las curvas de la copa, mientras mis pensamientos giraban sin freno. Yo sabía que estaba mejor (al menos medianamente mejor) al hablar del innombrable. Decir su nombre ya no me atravesaba el pecho como una lanza, ya no me hacía sentir que iba a perder el aire. Y sin embargo… había una parte de mí que todavía se erizaba, que todavía sentía un dolor sordo en el fondo de todo.
Dibujé con un poco más de presión las líneas de los pliegues de un vestido.
No quería pensar en él.
No quería darme el lujo de que siguiera ocupando espacio en mi vida, Pero mi mente era traicionera.
Y ahí estaba Lucas, con sus bromas, con esa manía de sostenerme cuando tropezaba, con su sonrisa ladina que parecía leerme hasta los huesos. ¿Por qué mis reacciones con él eran tan… automáticas? ¿Predeterminadas? Ugh, ni siquiera yo sabía qué palabra ponerle. Cada vez que me decía “pastelito” o me lanzaba un comentario sarcástico, mi corazón reaccionaba como si estuviera programado para rendirse. Y me daba miedo.
Pasé la goma suavemente sobre una línea mal hecha intentando corregirla pero más bien era un reflejo mecánico. No quería herirlo.
Y lo sabía: no estaba lista, ni mental ni emocionalmente, para entrar en otra relación. Acababa de salir de una que duró ocho años, ocho años que habían terminado destrozándome. Era egoísta siquiera permitir que Lucas me dedicara tantas atenciones, porque, aunque no quisiera admitirlo, estaba completamente clara: con Arévalo, todo lo que en algún momento había soñado parecía estar frente a mí, mirándome, riéndose, sosteniéndome.
Y aún así… estaba aterrada.
El trazo del lápiz se volvió más lento, casi tembloroso. Añadí detalles al cabello de la figura del boceto, mechones sueltos que caían con movimiento, y no pude evitar sentirme reflejada en esas líneas torcidas y rebeldes. Quizá yo misma era eso: un dibujo a medio terminar, con sombras mal acomodadas, con correcciones encima de las correcciones.
Me recosté un poco hacia atrás, mirando el papel. El esqueleto de la campaña estaba ahí, tenía las ideas claras: tonos cálidos, mensajes directos, un aire de sofisticación juvenil. Todo estaba más o menos definido. Todo, excepto yo.
Apoyé la barbilla en la mano y solté un suspiro largo, sintiendo cómo se me arremolinaba el pecho. Lo odiaba: odiaba sentirme tan dividida, odiaba que mi mente insistiera en sabotearme con fantasmas del pasado, y odiaba aún más que a pesar de todo, Lucas estuviera empezando a significar tanto.
Cerré los ojos un momento. Tal vez lo peor no era el miedo… sino aceptar que una parte de mí, muy en lo profundo, quería dejarse caer.
—Ese trazo está demasiado cargado, ¿sabes? —escuché la voz de Sofía detrás de mí con ese tono entre profesional y dramático que solo ella podía lograr—. Si lo que quieres es vender lujo, tienes que dejar que el aire respire en la ilustración. Más vacío, más espacio, más… “cómprame porque soy exclusivo”.
Alcé la vista con el lápiz aún en la mano y la vi de pie junto a mi mesa, observando el boceto como si fuera una crítica de arte en una galería de París.
—Gracias, maestra Picasso —murmuré con ironía mientras hacía un garabato extra en el borde de la hoja solo para fastidiarla.
Ella chasqueó la lengua y se inclinó un poco másbcomo si estuviera a punto de arrancarme el lápiz de las manos.
—No te lo digo de broma, Adha. Piensa: menos es más. Si dejas espacio, el cliente va a sentir que es aspiracional. Lo quieres, pero no cualquiera puede tenerlo.
Asentí despacio como si estuviera tomando notas mentales, aunque en realidad mi cerebro estaba a medio camino entre sus palabras y la imagen de Lucas sosteniéndome en aquel baile en Salamanca. Aspiracional, sí… pero no cualquiera podía tenerlo. Vaya ironía.
—Aspiracional, entendido —respondí, dibujando un círculo alrededor de la copa en el boceto, exagerando como si fuera la solución mágica a todo—. ¿Así?
Sofía soltó una carcajada y me dio un golpecito en el hombro.
—Dios, eres incorregible. Me pregunto cómo demonios logras que tus ideas siempre funcionen, con lo molesta que eres hasta para trazar una línea.
“Porque tengo un caos interno que haría palidecer a cualquiera”, pensé aunque en voz alta solo solté un bufido fingidamente arrogante.
—Es talento nato, querida. Me viene en la sangre.
Ella negó con la cabeza pero se sentó frente a mí y empezó a revisar algunos de los otros bocetos que había hecho. Yo intenté concentrarme otra vez en los detalles de la ilustración, en darle a la figura esa elegancia sobria que queríamos transmitir para la campaña, pero mi mente seguía con su propio monólogo.
“Menos es más”… me preguntaba si eso también aplicaba a mi vida amorosa. Menos fantasmas, más presente. Menos miedo, más… Lucas.
Sacudí la cabeza de inmediato apretando el lápiz entre los dedos como si con eso pudiera borrar mis pensamientos.
—¿Y si hacemos una caja? —propuso Sofía de repente con esa mezcla de solemnidad ridícula y dramatismo que solo ella sabía lograr. Me miró con ojos de conspiradora y apoyó las manos sobre la mesa llena de bocetos como si fuera a presentar el plan maestro de la década.
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Editado: 30.09.2025