—¿Criminal? —pregunté horrorizada—. ¿Qué clase de locura es esta?
—Tranquila, nada extremo —dijo, inclinándose hacia mí como si fuera a compartir un secreto de estado—. Solo un toque de rebeldía urbana. Algo divertido, rápido y, sobre todo, secreto.
—Secreto… —repetí sintiendo un escalofrío de emoción y miedo mezclados—. Sofi, esto suena como… ¿me vas a meter en la cárcel?
—No querida —respondió ella riendo—. Pero sí vamos a dejar nuestra huella, y nadie debe enterarse. Este acto será nuestro último paso de pequeño ritual de liberación emocional.— movió sus manos abriéndolas de forma exagerada como si las llevara frente a sus narices con colores neón— Nadie tiene por qué saber que existió.
Me crucé de brazos, fingiendo indignación, pero mi curiosidad ya había ganado (aunque estaba consciente de que esto iba a terminar mal):
—Vale… pero explícame el plan, porque “secreto y legal” no me suena a la misma cosa.
Sofía asintió con ojos brillantes de emoción, y comenzó a delinear nuestro esquema como si fuera un mapa de misión imposible.
—Primero: elegimos el objetivo —dijo—. Una pared o un portón que merezca un poco de… arte efímero. Algo simbólico, que diga “adiós al pasado” sin causar daños graves.
—¿Y dónde exactamente? —pregunté, prestando atención a cada palabra mientras sentía que la adrenalina se acumulaba.
—Justo afuera de la casa de Nicolás —contestó bajando la voz como si fuera un plan de espionaje—. Pero calma: nada de vandalismo exagerado. Solo un toque, un garabato, un símbolo de cierre. Nadie se va a molestar y si alguien lo ve creerá que es obra de un niño travieso o un gato con talento artístico.
—Oh… genial —dije bufando—. Eso suena…
—Perfecto —dijo Sofía con emoción—. Segundo: timing. Vamos a esperar un momento en que no haya transeúntes ni vecinos curiosos. La luz del atardecer es perfecta: sombras largas, visibilidad reducida y dramatismo máximo para nuestras almas rebeldes.
—¿Dramatismo máximo? —pregunté intentando no reírme.
—Exactamente —dijo ella, con aire de directora—. Tercero: entrada y salida rápidas. Hacemos nuestra obra de arte, desaparecemos como fantasmas. Nadie nos atrapa, nadie sabe que existimos, y nuestro secreto permanece intacto.
—Suena como misión imposible —dije, pero mi corazón ya estaba latiendo a mil. Era lo que me encantaba de ella, siempre pensaba en las cosas más locas y probablemente ilegales, si nos atrapaban, sería la quinta vez que terminaríamos en prisión, la última vez había sido cuando destruimos el auto del ex de su madre porque le fue infiel y mandó su autoestima a picada.
—Misión posible —corrigió Sofía guiñándome un ojo—. Y recuerda: secreto absoluto. Por ahora, ni una palabra sobre lo que haremos. Hasta que lo hagamos, todo queda en este auto destartalado y entre nosotras.
Me incliné hacia ella respirando hondo, y aunque una parte de mí quería huir de la locura, otra parte estaba lista para reírme de todo el miedo y adrenalina acumulado. Este pequeño acto de rebeldía se sentía como la cereza en la torta de toda la catarsis de la caja.
—Bien, plan entendido —dije—. Soy tu cómplice, villana oficial de esta operación.
—Perfecto —dijo ella satisfecha—. Ahora solo queda esperar el momento exacto para ejecutar la misión.
Pasaron unos días desde la hoguera simbólica de la caja. Nada de lo que había ardido regresó, pero la sensación de alivio persistía en pequeñas dosis, como un perfume que se percibe solo a veces. Entre los bocetos, los colores y los cafés a media mañana, la rutina parecía menos pesada, más… respirable.
Lucas y yo nos cruzábamos más de lo que esperaba. No era nada directo ni evidente: mensajes cortos sobre el proyecto, comentarios rápidos sobre un detalle que se podía mejorar, un “ese color me recuerda a lo que hablamos” o un “ojo con ese mockup”. Pero había chispa. Una especie de electricidad que hacía que mis dedos temblaran un poco al escribirle y que mis mejillas se calentaran sin razón aparente.
—Creo que este fondo funciona mejor si le damos un toque de luz cálida —me dijo Lucas un martes por la tarde señalando la pantalla con el dedo—. ¿Ves? Como que abraza más el producto.
—Sí, lo veo —respondí sonriendo sin darme cuenta—. Abraza más… como tú cuando tropezaste en Salamanca —dije rápido deseando poder tragar las palabras antes de que se notara el coqueteo modesto.
Lucas me miró un segundo, como si evaluara si había entendido el doble sentido, y luego rió bajo. Esa risa hizo que mi corazón hiciera un giro torcido y feliz al mismo tiempo.
Mientras tanto Sofía había aprovechado estos días para hacer su trabajo de preparación. Entre compras discretas, planillas de horarios y risas conspiratorias, había definido lo que sería nuestra “obra de arte”: un dibujo rápido y simbólico en aerosol, un pequeño mensaje de cierre, nada exagerado, nada que pudiera ser malinterpretado, y sobre todo nada que nos pusiera en problemas legales serios. Pero suficiente para que sintiéramos la emoción de la travesura.
—Necesitamos tres colores —me explicó Sofía mientras mostraba los sprays—. Uno que sea brillante, otro más oscuro para el contraste y uno que haga que todo resalte como un estallido. ¿Lo tienes?
—Sí —dije mirando los envases como si fueran piezas de un rompecabezas que aún no sabía cómo ensamblar.
—Exacto —asintió ella con esa sonrisa que prometía caos controlado—. Perfecto para un fin de semana épico.
Durante esos días mientras avanzábamos con el proyecto, los coqueteos con Lucas se hicieron un hilo conductor casi natural entre los cafés, las reuniones y los ajustes de los bocetos. Sus comentarios se volvían más personales, más cercanos, y mis respuestas más rápidas, más directas, más traviesas.
Yo sabía que no debía dejar que esos momentos me hicieran olvidar lo que había pasado con Nicolás y aun así cada pequeño gesto de Lucas hacía que mis defensas bajaran un poco.
#117 en Otros
#60 en Humor
#489 en Novela romántica
comedia y amor, comedia romance drama misterio, amistad ex secretos
Editado: 30.09.2025