Travieso dio un pequeño salto y casi se lleva por delante la taza de café que tenía en la mesa.
—¡Ey! ¡Travieso, no! —reí alzando la voz mientras intentaba quitarle el peluche de dinosaurio que tenía entre los dientes. Él tironeó con todas sus fuerzas, gruñendo bajito con esa energía desbordante que parecía no tener fin.
Su juguete nuevo —uno de esos de goma para morder— ya tenía marcas de dientes por todos lados y yo había perdido la cuenta de cuántos objetos de mi sala habían sido oficialmente "adoptados" por él como parte de su colección personal.
—Tú y tu manía de robar cosas ajenas... —murmuré entre risas al lograr quitarle el dinosaurio, solo para que él diera un brinco y lo volviera a atrapar en el aire con un movimiento experto, no entendía como esta pequeña y adorable bolas de pelos destructora había crecido tanto en tan poco tiempo—. Deberías dar clases de robo express, pequeño criminal.
Travieso ladró como si me respondiera, moviendo la cola y tropezando con una de mis pantuflas. Terminé sentada en el suelo riendo mientras él daba vueltas emocionado a mi alrededor.
Han pasado dos semanas desde aquella noche. Dos semanas desde que Lucas se quedó en mi departamento, desde los hotcakes carbonizados, las risas en mi cocina y la forma en que su respiración se sintió tan cerca de la mía que aún ahora me eriza la piel al recordarlo.
Y aunque intentaba no hacerlo —de verdad lo intentaba—, pensar en él se había convertido en algo tan cotidiano como darle de comer a Travieso o regar mi cactus (que milagrosamente seguía vivo a pesar de todos los asaltos de mi cachorro demoledor).
Era ridículo. Cada vez que escuchaba una notificación en el celular mi corazón daba un pequeño salto esperando que fuera él. A veces revisaba sin razón los mensajes anteriores, como si entre sus bromas o palabras distraídas pudiera encontrar algo más... algo que tal vez ni él sabía que estaba dejando entre líneas.
Suspiré y acaricié la cabeza del cachorro que cansado de tanto brincar se dejó caer entre mis piernas con un bufido sonoro.
—No pienses tanto, Adhara —me dije en voz baja empujando suavemente una orejita de Travieso—. No te conviene pensar tanto.
Pero era inútil.
La imagen de Lucas volvía una y otra vez a mi mente: su sonrisa torcida, su voz cuando me decía "pastelito" con esa mezcla de burla y cariño, la manera en que me miraba como si siempre supiera lo que estaba pensando antes de que lo dijera.
Y entonces recordé ese momento exacto, la mañana de los hotcakes, cuando lo miré y supe que algo estaba cambiando. Que él con su caos y su risa fácil, se había metido tan profundo en mi rutina que ya no sabía cómo no tenerlo ahí.
Travieso se removió y mordió mi manga jalándola como si intentara devolverme a la realidad.
—¿Tú crees que estoy loca? —pregunté con una sonrisa cansada.
El cachorro ladeó la cabeza me miró con esos ojitos brillantes y soltó un ladrido breve y juguetón.
—Sí, eso pensé —murmuré entre risas—. Loca por un idiota que cocina mal, arruina mi cocina y aún así logra que me importe.
El sonido del teléfono vibrando sobre la mesa me hizo detenerme en seco.
"Lucas"
Mi corazón dio un salto.
Respiré hondo antes de tomarlo intentando convencerme de que solo era un mensaje más, algo simple, sin importancia. Pero sabía que no lo era. Con él nunca lo era.
El mensaje decía:
“Voy de camino al estudio, pero vi un puesto de café con hotcakes. Pensé en ti, pastelito. ¿Cuándo te toca a ti prepararme hockeys?”
Reí. No pude evitarlo. Ese tipo de bromas eran tan suyas tan llenas de esa ligereza que me hacía sentir como si todo fuera más fácil de lo que realmente era. Pero detrás de la sonrisa, algo dentro de mí se encogió con ese mismo calor familiar que aparecía cada vez que lo leía o escuchaba su voz en mi cabeza.
Apoyé el teléfono en mi pecho y cerré los ojos unos segundos. Escuché el sonido pausado del reloj en la pared, el leve resoplido de Travieso durmiéndose otra vez junto a mí y el eco de mis propios pensamientos intentando poner orden en lo que sentía.
Lucas no era solo un compañero de trabajo, ni solo ese tipo amable que sabía exactamente cuándo hacerme reír. Era… algo que estaba colándose lentamente entre mis costuras. Al principio fue solo compañía; después, un refugio cómodo donde no había silencio incómodo ni juicios, solo risas tontas y bromas internas. Pero ahora ahora era diferente.
Lo extraño era que él no hacía nada demasiado evidente. No prometía, no declaraba, no insistía. Solo estaba, y esa simple presencia era lo que más me desarmaba.
Me levanté del suelo intentando sacudirme la nostalgia y caminé hacia la ventana. Afuera el cielo tenía ese color gris azulado que tanto me gustaba; una calma antes del mediodía una de esas horas en las que el mundo parece sostener la respiración.
Recordé cómo se veía Lucas bajo esa misma luz la última vez que lo vi: su cabello negro ligeramente despeinado, como si siempre acabara de salir de una tormenta; la barba corta que apenas sombreaba su mandíbula; y esos ojos grisáceos que parecían ver más de lo que uno quería mostrar. Había algo en su forma de mirar que hacía que las defensas más sólidas se sintieran inútiles.
“¿Y si lo arruinas otra vez, Adhara?”, susurró mi cabeza.
Ya lo había hecho antes. Había abierto la puerta, confiado y la caída fue dura. Muy dura.
No quería repetir la historia pero tampoco quería pasarme la vida evitando sentir solo porque alguna vez dolió.
El teléfono volvió a vibrar. Otro mensaje.
Lucas:
“Si tienes tiempo después del trabajo el lunes, podríamos pasar por ese lugar nuevo del centro. Dicen que tienen el mejor café con canela de la ciudad. Te invito.”
(06:38 AM)
Lo miré un largo rato. Podría decir que no. Podría inventar cualquier excusa y cerrar el chat, seguir con mi día como si nada.
Pero mi corazón ya había decidido antes que yo.
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Editado: 27.10.2025