El vapor lo cubría todo. La puerta cerrada hacía que el baño pareciera una pequeña nube tibia, y yo en medio de ella, con el agua cayendo sobre mi cabeza como si intentara lavarme siete semanas de cansancio. Siete semanas. Qué número tan simple para un tiempo tan absurdo.
Cerré los ojos y apoyé una mano contra la pared fría. El sonido del agua me envolvía, mezclado con ese leve crujido del calentador viejo que Adhara siempre decía que iba a arreglar "algún día". Ese “algún día” se había vuelto mi eco mental desde que llegué. Todo en este lugar era tan ella que me sentía como si hubiera entrado en un pedazo vivo de su mente.
El aroma del baño era inconfundible. Dulce y limpio, con ese toque de vainilla que se colaba por cada poro. Había botellitas de vidrio transparente sobre la repisa, todas con etiquetas escritas a mano; su letra, pequeña y redondeada, imposible de no reconocer. Una decía “aceite de almendras”, otra “hidratante con aroma a algodón” y la última, la que olía exactamente a ella, “bruma floral”. No sabía qué contenía, pero juraría que si la abriera, sería capaz de verla en mi cabeza riéndose mientras me decía que no entendía cómo un tipo como yo podía vivir con un champú 3 en 1.
Sonreí.
Era ridículo, pero incluso el cepillo del cabello con algunos mechones suyos me parecía hermoso. Estaba ahí, tangible, una prueba de que ella existía más allá de mis recuerdos, más allá de los mensajes, más allá de los audios que escuché una y otra vez cuando no podía dormir.
—Dios… —murmuré entre dientes, dejando que el agua caliente bajara por mi cuello—. Te extrañé más de lo que pensé.
No se trataba solo de verla. Era volver a respirar el mismo aire que ella, sentir el mismo espacio. La última vez que dormí bien fue en su sofá, con Travieso subido encima de mí y ella riendo porque el perro roncaba más fuerte que yo.
Recordar eso me arrancó una carcajada suave. Me incliné un poco para enjabonarme el cabello con su champú —sí, el de flores—, y el olor me envolvió como una bofetada de nostalgia. Cerré los ojos y fue como si la tuviera justo ahí, con sus manos pequeñas tocándome el cuello para apartarme el cabello del rostro mientras se quejaba porque siempre dejaba espuma en el espejo.
La escuchaba sin que estuviera.
Y eso, más que triste, era un alivio.
Había pasado semanas enteras fingiendo que no me hacía falta. Sonando “normal” en cada llamada, “tranquilo” en cada mensaje, cuando en realidad todo me pesaba más. Dormir en hoteles donde nada olía a ella. Comer solo. No escuchar su voz cada mañana, medio dormida, pidiéndome que le dejara “cinco minutos más”.
Di un respiro profundo, apagué la ducha y me quedé quieto unos segundos, escuchando el silencio que quedaba cuando el agua dejaba de caer. El vapor seguía girando a mi alrededor, y el espejo estaba tan empañado que apenas distinguía mi reflejo. Dibujé una línea con el dedo, y del otro lado, el rostro que me devolvió la mirada era el de alguien distinto.
Más ojeras. El cabello un poco más largo. Una sombra de barba que nunca antes había dejado crecer. Y sin embargo, había algo nuevo en mis ojos. Algo cálido, tranquilo. Como si por fin me hubiera detenido después de correr tanto.
Tomé la toalla que ella había dejado colgada, suave, de color beige. Olía a su jabón. La pasé por mi cuello y suspiré. El aire del baño estaba tan saturado de su aroma que me dolía el pecho. No de tristeza sino de pura emoción contenida.
Salí del baño con pasos lentos sintiendo el cambio de temperatura. La habitación de Adhara me recibió como un golpe de ternura: las cortinas medio abiertas dejaban entrar una luz pálida, y el aire tenía ese olor a café recién hecho mezclado con el perfume que ella usaba a diario. Sobre el tocador, había un vaso con pinceles y lápices, un cuaderno abierto con bocetos de logotipos y una nota escrita en la esquina: “recordar llevar archivo a impresión”.
Sonreí otra vez. El lugar era un desastre adorable.
No había cambiado nada.
La colcha seguía siendo la misma, ese tono arena con bordes blancos que tanto le gustaba.
Sobre la mesa de noche había una taza con restos de café seco, un libro abierto a la mitad y su teléfono con una notificación parpadeando.
El aire estaba tibio, perfumado por una vela a medio consumir.
Y en el respaldo de la silla, su suéter gris. Ese que yo le regalé y que juró que nunca usaría porque era “demasiado grande”.
Sonreí. Claro que lo usaba. Y claro que mentía.
Caminé despacio como si temiera romper algo y me dejé caer en el borde de la cama. El colchón olía a ella, Cerré los ojos un momento.
El corazón me latía tan fuerte que me dolía el pecho. No era ansiedad, ni nervios. Era otra cosa. Era amor. De ese que te inunda despacio sin ruido, sin promesas, solo certeza.
A veces me asusta lo mucho que la quiero.
No se lo he dicho, no así, no con palabras completas luego de esa confesión improvisada que se escapó de mi garganta sin permiso en esa feria.
No quiero que se sienta presionada, ni que crea que busco algo más grande de lo que ella está lista para dar. Pero… la amo.
Y la quise incluso antes de conocerla de verdad.
Mi maleta seguía en la entrada de la habitación olvidada. Suspiré con dulzura y sonreí, Todo lo que necesitaba estaba ahí, en ese aire tibio, en la forma en que su mundo me envolvía otra vez.
La escuché en la cocina. El sonido del sartén, el golpecito rítmico de una cuchara contra una taza. Y su voz, bajita, tarareando algo.
Cerré los ojos un momento dejando que su esencia me envolviera por completo un poco más, luego me puse en pie para vestirme y apenas lo hice salí de su habitación y me fui a la cocina, me apoyé en el marco de la puerta sonriendo como un idiota.
No podía explicarlo bien. No era solo amor, era… paz. Esa clase de paz que uno encuentra solo cuando llega al lugar exacto al que pertenece...
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Editado: 27.10.2025