El lunes amaneció más despacio de lo normal.
Quizá era el sueño que todavía me pesaba en los ojos, o tal vez esa sensación de bienestar que no me soltaba desde que Lucas volvió.
Travieso se había dormido a los pies de la cama, roncando con descaro y el aire olía a café tibio y a la colonia que él había dejado impregnada en cada rincón del departamento. Abrí los ojos con pereza estirando los brazos, y me sorprendí sonriendo sin motivo aparente. Bueno, sí había un motivo, pero prefería no admitirlo todavía.
El desayuno fue rápido: café, pan tostado y un intento de ordenar la bata y el cabello para que no pareciera que había dormido apenas cuatro horas. Lucas ya se había ido cuando desperté —o eso creí—, porque la casa estaba en silencio, salvo por el sonido del reloj y los pasos perezosos de Travieso que me seguía por todos lados.
Tomé mi bolso, las carpetas y el abrigo. Antes de salir, noté algo en la mesa: la taza de café que él había usado la noche anterior. No la lavé. No todavía. Había algo reconfortante en verla ahí, como si fuera una pequeña prueba de que todo eso realmente había pasado y de que realmente funcionaba esto, realmente funcionabamos de alguna manera extraña 'nosotros'.
El tráfico estaba insoportable pero no me importó demasiado. Iba tarareando, con la ventanilla entreabierta (del auto de Sofía que me había pedido como muestra de expiación luego de dejarme tirada en carretera) y una sonrisa que me traicionaba cada vez que pensaba en cómo se había reído ayer, en cómo olía su cuello, en cómo había dicho “estoy en mi lugar favorito” o el como me había repetido cada que podía mientras le rodeaba con un abrazo sorpresa "te extrañe tanto, taaanto".
Suspiré.
Definitivamente ese hombre tenía un talento especial para desordenar mi cabeza.
Llegué a la oficina unos minutos tarde. El ascensor olía a perfume barato y café viejo, como siempre. Saludé con un gesto distraído a Leo, el de recepción, y me dirigí directo a mi escritorio intentando ignorar la montaña de pendientes que me esperaba revisar.
Y ahí estaba.
Una nota rosa pegada al monitor de mi computadora.
Me detuve en seco con el corazón martilleando en mi pecho con emoción.
Era su letra. Inconfundible.
“Para el lunes más lunes de todos.
No olvides desayunar (otra vez).
P.D.: el café sin azúcar, como te gusta, y un pedacito de pai de manzana para que endulces tú mañana, pastelito."
—L.”
Junto a la nota había una cajita de cartón con una servilleta doblada con cuidado y dentro, un trozo de pai. El olor dulce me hizo reír sin poder evitarlo.
Me senté despacio, dejando el bolso a un lado. Toqué la nota con los dedos y la sentí temblar apenas, como si él todavía estuviera ahí mirándome desde algún rincón.
—Estás completamente loco… —susurré entre risas fascinadas, pero la sonrisa se me quedó colgando en los labios.
Saqué la cajita y probé un pedacito. Estaba tibio, suave, con ese sabor que solo puede tener algo hecho con cariño.
El día apenas empezaba, pero ya no parecía taaan lunes.
Me incliné hacia la pantalla y pegué de nuevo la nota justo en la esquina superior (y quite la que tenía ahí antes que me había dejado antes de irse, para guardarla entre las páginas de mi manual, junto a todas las demás que antes me había dejado), donde pudiera verla mientras trabajaba.
Mientras abría los archivos, no pude evitar pensar en él. En cómo se había tomado el tiempo de venir hasta aquí luego de pasar tanto tiempo fuera y sabiendo que tenía el derecho de faltar los siguientes Dos días solo para dejar eso. En cómo conocía mis manías: que no me gustaba el café con azúcar, que siempre olvidaba desayunar, que odiaba los lunes.
Suspiré y sonreí otra vez apoyando la barbilla en una mano.
No sé cuándo pasó, pero Lucas se había convertido en eso… en un hábito. En algo tan cotidiano y esencial como el café de las mañanas para poder funcionar correctamente.
Tomé otro bocado de pai y miré la nota una vez más. En la esquina inferior había un pequeño garabato: un dibujo torpe de un perrito con orejas grandes, no necesite pensarlo mucho. Travieso.
—Idiota —murmuré entre risas pero con los ojos brillando.
Quizá no lo diría en voz alta todavía pero lo sabía: lo había extrañado más de lo que me atreví a admitir.
Y ahora, con una simple nota rosa y un trozo de pai, había conseguido recordarme lo fácil que era quererlo.
El reloj marcaba las 10:43 y yo seguía mirando esa pequeña nota rosa pegada en la esquina de mi monitor. La había leído tantas veces que ya podía recitarla de memoria, palabra por palabra, incluyendo el pequeño dibujo torpe del perrito que él había hecho al final, como si fuera Travieso saludándome.
La letra era un poco desordenada con esa mezcla entre firmeza y descuido que lo caracterizaba. No necesitaba oler el pai para saber que también lo había horneado él (aunque seguro habría hecho un desastre en el proceso).
Y sin embargo, ahí estaba: perfecto. Dorado, suave, con ese aroma a manzana y canela que todavía flotaba en el aire del escritorio.
Suspiré. El pai ya no existía —me lo había comido antes de las nueve—, pero el efecto que me dejaba seguía intacto. Esa sensación cálida casi infantil, de saber que alguien había pensado en mí lo suficiente para dejarme un pedacito de su día.
Traté de concentrarme en los papeles que tenía frente a mí pero mis pensamientos no querían cooperar. Las letras se mezclaban, los números parecían borrosos y lo único que mi mente repetía era la imagen de él, ahí, en mi puerta, con esa sonrisa suya que me desarma siempre.
El teléfono vibró.
Mi corazón también.
Lucaw:
"¿Sobreviviste al lunes o el pai fue tu única fuente de energía?"
(10:45 AM)
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Editado: 27.10.2025