No supe cuánto tiempo había estado caminando.
Quizás una hora. O dos. O toda una vida.
Las calles empezaban a vaciarse y el aire se volvía más frío como si la ciudad entera se estuviera preparando para dormir mientras yo seguía vagando sin rumbo.
Terminé sentándome en la cuneta frente a un supermercado 24/7 con un refresco entre las manos. La luz blanca del rótulo parpadeaba cada tanto y por alguna razón, me sentía como ese letrero: cansada, intermitente, intentando no apagarse del todo.
Abrí la lata. El gas escapó con un sonido agudo que rompió el silencio. Tomé un sorbo y me encogí un poco hundiendo el mentón entre las rodillas.
El metal frío se sentía bien entre mis dedos, me daba algo a lo que aferrarme.
Suspiré con pesadez y solté una maldición apenas audible.
Mi bolso estaba a mi costado apoyado sobre el pavimento y yo jugaba con la pestaña de la lata abriéndola y cerrándola sin pensar.
Traté de ordenar mi cabeza, pero no podía.
Todo eran fragmentos: la voz de Nicolás, la sonrisa de Lucas, la confusión en mi pecho.
“A veces uno se aferra a quien aparece cuando más lo necesita…”
Las palabras seguían repitiéndose, desgastándome como una gota insistente.
Y yo odiaba que tuvieran sentido.
Porque había una parte de mí que temía que tal vez, fuera verdad.
Cuando Lucas llegó a mi vida, yo no era más que un borrador de persona.
Dormía mal, comía poco, reía aún menos por más que intentará estar bien.
Era una sombra que se movía entre trabajo y casa, fingiendo estar bien.
Y luego… él apareció.
Con su voz suave, sus bromas tontas, su forma de mirar como si todo en mí valiera la pena, incluso cuando yo misma no lo creía.
Y poco a poco, sin que me diera cuenta, me devolvió la luz.
¿Pero eso era amor?
¿O solo una especie de agradecimiento camuflado?
Tomé otro trago de refresco. La burbuja fría me ardió en la garganta.
Amor.
Una palabra tan simple, tan corta, pero tan enorme.
Demasiado grande para alguien que aún estaba aprendiendo a respirar sin que le doliera el pecho.
Me incliné hacia atrás mirando el cielo. Las luces de la ciudad tapaban las estrellas pero entre los huecos del alumbrado se alcanzaban a ver algunas, débiles pero presentes. Pensé en cómo Lucas solía decir que las estrellas no desaparecen solo se esconden por un rato.
“Como la gente que vale la pena, pastelito”, me había dicho una vez con esa sonrisa suya que era imposible olvidar.
Mi garganta se cerró un poco.
Dios, ¿cómo podía hacerlo?
¿Cómo podía desarmarme con tan poco?
Apreté la lata entre las manos.
Yo no quería depender de nadie otra vez. No quería amar desde la necesidad ni desde el miedo a perder.
No quería que mi corazón confundiera refugio con destino.
Pero cuando pensaba en Lucas el mundo se detenía.
Literalmente.
Podía estar en medio del caos y bastaba con escuchar su voz para que todo se calmara. Era la única persona capaz de hacer que mi respiración encontrara un ritmo.
Y eso… eso me daba pánico.
Porque si lo perdía, ¿volvería a romperme?
Pasó un grupo de chicos riendo a lo lejos. Uno llevaba una sudadera parecida a la de Lucas, gris, con el cuello doblado igual. Por un segundo mi pecho se apretó.
Apoyé la frente sobre mis rodillas y cerré los ojos. La voz de Nicolás volvió a filtrarse como un eco molesto: “No porque lo ame, sino porque lo rescata…”
Me quedé así un rato, escuchando el sonido distante de los autos el zumbido de un poste de luz, el murmullo de mis propios pensamientos.
Saqué el celular del bolso y lo miré.
Lucas había enviado tres mensajes más.
Lucas:
“Pastelito, ¿no vienes en casa?.”
(10: 23 PM)
Lucas:
“¿Dónde estás?”
(10:25 PM)
Lucas:
“Empiezo a preocuparme."
(10:47 PM)
Tragué saliva.
Mis dedos se movieron por la pantalla pero no escribí nada. ¿Cómo podía explicarle algo que ni yo entendía?
—Lo siento… —murmuré apenas apagando el teléfono.
El silencio volvió a llenarlo todo. Un auto pasó frente a mí levantando un poco de viento y el reflejo de las luces me mostró mi rostro en el vidrio del supermercado. Tenía los ojos rojos, cansados, pero lo que más me impactó fue lo otro que vi en mí: miedo. Miedo de sentir tanto por alguien tan… perfecto.
Perfecto en su torpeza, en sus bromas, en la forma en que me miraba sin buscar nada a cambio. Perfecto en su manera de hacerme sentir segura incluso cuando el resto del mundo me daba miedo.
Tomé aire y me levanté, el pavimento estaba frío bajo mis zapatos y el viento nocturno me despeinó el cabello. No sabía hacia dónde iba, solo sabía que no podía volver todavía, no podía verlo, no cuando tenía la cabeza hecha un nudo de pensamientos y el corazón palpitando entre la duda y el pánico.
No hasta entender si esto que me estaba consumiendo era amor o la sombra de algo que no supe cerrar bien.
—¿Adhara? —me detuve al escuchar mi nombre. Me giré lentamente, un auto avanzaba despacio junto a mí y las luces bajas iluminaron el asfalto mojado. —Detén el auto —ordenó una voz que reconocí al instante. El vehículo se detuvo y cuando la puerta se abrió, él salió.
—Hola, Dominic. —Mi voz sonó cansada.
Sus ojos grises me recorrieron con una mezcla de sorpresa y algo que parecía preocupación. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, el mismo gesto serio de siempre, un traje azul oscuro perfectamente planchado y ese aire contenido que (podía jurar) solo un Arévalo tenía. Era inevitable notar el parecido con Lucas, pero Dominic era distinto: más rígido, más calculador, como si cada movimiento suyo tuviera una razón detrás.
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Editado: 27.10.2025