Manual De Como Olvidar A Tu Ex

Capítulo Veintinueve: Regla #17: Arriesgarse

Odiaba dejar que Nicolás se me colara en las venas y en la cabeza. No entendía qué carajos tenía ese hombre que, incluso después de todo, podía meterse como un gusano repugnante, y asqueroso, e inservible entre mis pensamientos, enredarse entre mis recuerdos y arruinarme la calma como si aún tuviera derecho a hacerlo. Lo odiaba.

Y peor aún, me odiaba por dejarlo.

Una semana. Una jodida semana desde que lo vi, desde que apareció con esa sonrisa arrogante y esas palabras envenenadas que se disfrazaban de cortesía o de consuelo. Desde entonces no había podido callar la maldita voz en mi cabeza que repetía una y otra vez lo mismo: ¿y si realmente no estoy enamorada de Lucas?

Maldita sea.
Con lo que me había costado aceptarlo. Con lo que me costó abrirme otra vez, dejar que alguien me tocara sin miedo, sin esa sensación de que debía huir.
Con lo que me costó dejarme mirar por alguien sin sentirme desnuda en el peor sentido.

Lucas… él no se parecía a Nicolás. Nunca. Era todo lo contrario. Lucas no buscaba controlarme, no jugaba con mis silencios ni con mis miedos. Me hacía reír cuando ni siquiera quería hablar, me miraba como si cada parte rota de mí siguiera teniendo sentido y tenía esa forma tan absurda de hacer que hasta los días más grises parecieran un poco menos pesados.

Y aun así, estaba dudando.

No de él, no de lo que me daba, sino de mí.
De mi capacidad de poder amarlo sin miedo, de entregarme sin reservas, de no ver fantasmas en cada esquina.

Me dolía pensarlo. La sola idea de herirlo me revolvía el estómago. No soportaría ver su mirada apagarse por mi culpa, ni escuchar en su voz ese tono cansado de quien ya sabía que algo se rompió y no puede arreglarlo.
Me negaba a hacerlo.
Me negaba a ser la causa de su tristeza.

Aun así el miedo no se iba.
Se arrastraba por dentro, lento, silencioso, como una sombra que no quería soltarme.

Me recosté en la cama y miré el techo. Todo en mi cabeza era ruido. El ventilador, el reloj, mi respiración. Y entre todo eso las palabras del maldito bastardo del innombrable volviendo una y otra vez como un eco.

Supongo que fue una gran estrategia.”

No lo había dicho con malicia abierta, pero lo había hecho con esa seguridad suya, esa maldita superioridad que me hacía sentir como si no pudiera defenderme.

Y lo peor es que lo había logrado. Me había hecho dudar.
De lo que sentía.

Pasé una mano por mi rostro.
¿Y si era cierto? ¿Y si Lucas era solo mi refugio? ¿Si todo esto era solo un intento desesperado de sentirme viva otra vez, de llenar el vacío que él dejó?

No.
No podía ser.

Recordé la primera vez que Lucas me abrazó sin decir nada, sin pedirme explicaciones, solo estando ahí. Recordé cómo me temblaron las manos y aun así, no me soltó. Cómo me miraba como si no necesitara entenderme para quedarse.
Eso no era una estrategia.
Eso era real.

Pero el miedo seguía insistente.
Ese miedo idiota de no ser suficiente, de romper algo que por fin parecía estar bien, de perder lo que tanto me costó encontrar al final de todo, porque siempre estaba ahí sin pedir explicaciones y sin exigir más de lo que podía dar.

Me senté en el borde de la cama. Tenía los ojos ardiendo, la garganta cerrada. Me levanté y caminé hacia la ventana. Afuera las luces de la ciudad parecían lejanas y borrosas. Cada una era una vida distinta, una historia que seguía adelante mientras yo me quedaba atrapada en mis pensamientos.

¿Y si esto no era amor?
¿Y si era solo gratitud?
¿Y si amarlo era otra forma de esconder mis cicatrices bajo algo bonito?

Negué con la cabeza. No quería creerlo.
Lucas no merecía eso.

Pero la verdad era que… no sabía cómo amar sin miedo.
No después de todo lo que había pasado con Nicolás. No después de haber sentido lo que es amar a alguien que te apaga poco a poco mientras te convence de que eres tú quien está jodida y él escondiera detrás de palabras bonitas y sonrisas asquerosamente dulces que el que necesitaba terapia era yo no él.

Lucas merecía una versión mía que aún no sabía si existía.
Una que no temblara cada vez que se daba cuenta de que algo podría salir mal, para todos.

—No quiero lastimarte… —susurré como si él pudiera oírme mientras miraba por el balcón de mi habitación, como si las paredes pudieran llevarle el mensaje a él, el significado de mis silencios.

Caminé hacia la cocina, abrí el refrigerador sin saber por qué y saqué una botella de agua. Necesitaba hacer algo, lo que fuera, solo para no pensar. Pero todo lo que hacía parecía llevarme de vuelta a él.
A Lucas.
A su risa fácil.
A su forma de decir “pastelito” con esa mezcla de burla y cariño.
A su forma de hacerme sentir por unos segundos, que el mundo podía ser un lugar menos cruel.

Apoyé la frente contra el borde de la nevera y cerré los ojos.
No quería perderlo.

Pero el miedo seguía ahí mordiéndome las entrañas.
No sabía si podía seguir fingiendo que todo estaba bien, no cuando cada parte de mí estaba peleando entre quedarse y huir.

—No puedo hacerte daño… —susurré otra vez.
Y aunque las palabras fueron suaves, sonaron como una promesa rota.

Tomé aire y me dejé caer al suelo, apoyando la espalda contra el mueble. El frío del piso me recorrió las piernas, pero no me moví. Solo me quedé ahí, escuchando el silencio y como el zumbido de la nevera era lo único que me acompañaba.

Quizá, pensé, amar también era esto: tener miedo, dudar, romperse un poco antes de entender lo que uno siente. Quizá el amor no era esa certeza brillante que imaginaba, sino esta confusión dolorosa que igual te hace quedarte.

Cerré los ojos y dejé que el cansancio me venciera.
Sabía que al amanecer todo seguiría igual: mis dudas, mis miedos, mi cariño por él.
Pero también sabía algo más.




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