Manual De Como Olvidar A Tu Ex

Capítulo Treinta: Regla #18: Escribir A Futuro

Apoyé la frente en el escritorio y solté un suspiro largo, de esos que salen con resignación, frustración y un poquito de deseo de desaparecer del planeta.

—Estás jodida, amiga —dijo Sofía con ese tono teatral tan suyo mientras me daba una palmadita en la espalda como si estuviera consolando a un cachorro enfermo.

Chasquee la lengua pasándome la mano por la cara sin dignidad alguna.

—Lo tomé por sorpresa —murmuré intentando excusarme inútilmente, sabiendo que ella no me creería ni aunque jurara sobre la tumba del diseñador de Canva.

Sofía me miró con los brazos cruzados. Su cabello estaba un poco más ondulado de lo habitual, caía sobre su blusa rosada perfectamente combinada con un pantalón blanco. Y claro ese anillo ridículamente brillante en su dedo anular se robaba toda la atención.
Me enderecé un poco y la observé con curiosidad fingida.

—Entonces… ¿Alejandro no hizo nada?

Ella desvió la mirada, frunciendo apenas los labios. Ahí estaba: el gesto universal de “me duele, pero no pienso hablarlo todavía”. Desde que había vuelto de ese viaje juntos, el anillo estaba en su dedo y yo juraba que había pasado algo importante. Algo grande. Pero no.
Al parecer, no.

—Mis padres se aparecieron como si fueran parte de un maldito reality show —bufó dejándose caer en la silla de al lado—. Y claro, trajeron a él, el elegido, el gran prospecto familiar.

Rodé los ojos.

—¿El mismo tipo que colecciona camisas con estampado de flamencos?

—El mismo —dijo con una mueca de asco—. Y, por presión social, amenazas veladas y la mirada asesina de mi madre… acepté.

—¿Qué?

—La propuesta. —Levantó la mano mostrando el anillo como si fuera una evidencia criminal—. Acepté.

La miré incrédula, con la mandíbula colgando.

—¿Y Alejandro?

Ella soltó una risa seca, de esas que no llegan a los ojos.

—Nada. Ni un gesto, ni una palabra, ni siquiera una mirada heroica tipo “no la dejaré casarse con ese idiota”. Nada. Se quedó callado.

—¿Y tú…?

—Yo hice lo mismo, aparentemente. —Se encogió de hombros y miró el anillo con desdén—. Lo peor es que me queda apretado. Intenté quitármelo, pero creo que lo hicieron a propósito. Una talla menos para que no pueda sacarlo y me acostumbre a él.

—Eso es casi poético —dije con sarcasmo.

—Poéticamente asfixiante, querrás decir.

Solté una risita y la miré con picardía.

—Yo sé lo que tienes. —Me incliné un poco hacia ella con mirada cómplice—. Es una palabra que empieza con “A”.

Sofía arqueó una ceja.

—¿Hambre?

—Esa empieza con “H”, Sofía.

—Pero suena parecido. —Se encogió de hombros, intentando otra vez sacar el anillo—. Tal vez es anemia.

—No, boba. ¡Amor! —Me quejé fingiendo indignación.

—Juras, Adhara —bufó—. Amor no, trauma.

—Ay por favor. Si tienes esa mirada perdida de protagonista de telenovela que finge que no está enamorada, pero claramente lo está.

—Y tú tienes la mirada de alguien que debería preocuparse más por su propia vida amorosa que por la mía —replicó alzando la ceja con suficiencia.

Touché. —Sonreí de lado, aceptando la derrota con dignidad dudosa.

Ella soltó una risita breve y apoyó la cabeza en el respaldo de la silla.

—En serio, Adhara, no sé qué hacer.

—Por ahora, respirar. Luego, romperle el anillo en la cara.

—Es oro.

—Entonces véndelo. Y con lo que saques, nos vamos de viaje.

Sofía soltó una carcajada sincera, la primera del día, inclinándose hacia adelante.

—Eres imposible.

—Y tú eres masoquista —repliqué, estirándome para golpearle suavemente el brazo—. Admitelo, estás enamorada de ese idiota.

—¿De cuál? Tengo una lista.

—Del que no habla, pero te mira como si quisiera hacerlo todo el tiempo.

Ella se quedó callada un momento, mirando el escritorio como si ahí estuviera la respuesta a todo. Luego suspiró.

—Sí. Tal vez.

Le sonreí con ternura.

Tal vez es un buen comienzo.

Sofía giró hacia mí con una media sonrisa cansada y entonces, con toda la seriedad del mundo preguntó:

—¿Y tú? ¿Ya decidiste qué vas a hacer con el tuyo?

—¿Con Lucas? —pregunté haciéndome la tonta mientras fingía anotar algo en el cuaderno.

—No, con el perro. —Rodó los ojos—. Obvio con Lucas.

Suspiré recargándome en el respaldo.

—No lo sé. Pero al menos el mío no tiene un anillo que quitarme… todavía.

—Dame tiempo —bromeó Sofía riendo mientras levantaba el dedo con el anillo atorado—. Si logro sacar este, te lo presto.

—Eres una joya —dije y ambas soltamos la risa.

—Sofía, ven aquí. Necesitamos tu ayuda con esto —llamó uno de nuestros compañeros desde el otro extremo del piso levantando una carpeta con la cara de quien lleva horas al borde de un colapso.

Ella bufó, se levantó de la silla y alisó su blusa con una elegancia que ni los nervios le quitaban.

—Tienes que seguirlo, después de todo es tu culpa —dijo antes de irse girando sobre sus tacones con esa mirada de “te lo dije”.

—¿Mi culpa? —pregunté frunciendo el ceño.

—Claro. Ocho meses esperando una respuesta y luego de la nada, apareces corriendo a su casa como una demente salida de una novela turca. Adhara, cariño, eso sobre estimula a cualquiera.

Solté un bufido aunque una sonrisa me traicionó.

—Bueno, al menos no llevé una cacerola para golpearle la puerta.

—Por poco —replicó ella levantando una ceja.

—Se supone que regresa hoy —dije alzando el dedo con determinación—. Iré a tirarle la puerta si es necesario.

Sofía rió negando con la cabeza.

—Eso sí, avísame antes de hacerlo. Quiero grabarlo para cuando me sienta mal recordar que tú siempre puedes superarme en decisiones cuestionables.

—Anotado —dije rodando los ojos mientras ella se alejaba hacia su mesa lanzándome una sonrisa cómplice por encima del hombro.




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