El sonido de la puerta cerrándose detrás de él fue suave, pero el peso del silencio que le siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo.
Lucas dejó el ramo sobre la mesa y se sacudió las manos todavía manchadas de tierra y me miró con esa calma que sinceramente, me ponía los nervios de punta. Travieso se acomodó en su rincón con un bostezo sonoro y yo me quedé ahí parada en medio de mi pequeña sala, sin saber si ofrecerle algo de beber o preguntarle por qué demonios había decidido desaparecer del mapa dos semanas.
Él en cambio solo me miraba. Y sonreía.
Esa sonrisa suya de "estoy tramando algo" que siempre venía seguida de una catástrofe emocional o de un comentario que me dejaba sin aire.
—¿Qué? —pregunté al fin con el ceño fruncido y las manos en la cintura, intentando mantener una compostura que claramente ya no existía.
—Nada —respondió con falsa inocencia, apoyándose contra la puerta—. Solo… te estaba mirando.
—Perfecto, entonces deja de hacerlo —repliqué girando hacia la cocina antes de que notara el rubor que me subía al cuello—. No sé si te diste cuenta, pero desapareciste dos semanas. Hay reglas sociales básicas, ¿sabías? Tipo avísame si sigues vivo.
—Ya te dije que lo siento —dijo siguiéndome hasta la encimera con pasos tranquilos—. Pero vine a compensarte.
—¿Con flores aplastadas y un “lo siento”? Qué detallazo, Arévalo. Seguro que en tu familia hay premios por eso.
Él soltó una risa suave y cuando me di la vuelta, lo encontré mirándome con algo distinto. No la burla habitual, sino esa expresión seria y tranquila que me desarmaba.
Y entonces sin previo aviso, lo soltó:
—Tenemos que casarnos.
El aire se me atascó en la garganta.
Parpadeé, una, dos, tres veces, intentando procesar lo que acababa de decir.
—¿Qué? —pregunté muy consciente de que probablemente mi cara era un poema.
—Tenemos que casarnos —repitió tan campante, como si acabara de pedirme que le pasara la sal.
Me quedé mirándolo fijamente, buscando algún indicio de que estaba bromeando, esperando la sonrisa tonta que solía acompañar sus ocurrencias. Pero no. Lucas seguía ahí, serio, con las manos metidas en los bolsillos y esa mirada brillante, como si lo que acababa de decir fuera la cosa más lógica del mundo.
—¿Perdón? —fue lo único que logré articular—. ¿Te golpeaste la cabeza cuando te bajaste del avión o algo así?
Él sonrió y su sonrisa fue amplia, genuina, casi peligrosa. Dio un paso hacia mí.
—Cásate conmigo, Pastelito. —dijo despacio saboreando cada palabra—. No puedo permitir que cambies de opinión. Te amo.
El corazón me dio un vuelco tan fuerte que juraría que Travieso también lo escuchó, porque levantó la cabeza de golpe.
Me quedé congelada con el vaso a medio camino entre mis manos y la encimera y una mezcla de risa nerviosa, sorpresa absoluta y terror recorriéndome el cuerpo.
—¿Qué…? No… no puedes… ¿te estás escuchando? ¡Te acabo de confesar que me gustas, Lucas! No puedes soltar un “cásate conmigo” como si fuera “pásame la mantequilla”!
Él se encogió de hombros con tranquilidad.
—Claro que puedo. Y lo hice.
—¡Eso no es una justificación válida! —dije señalándolo con el dedo sintiendo cómo mi voz se alzaba un poco más de lo que pretendía—. No puedes simplemente llegar con flores aplastadas, besarme y después pedir matrimonio como si fuera la secuela natural del drama. ¡Esto no es una película romántica barata, Lucas!
—No, pero contigo todo se siente así —replicó sonriendo como si no acabara de lanzarme una bomba emocional.
—¡Lucas!
—¿Qué? Te amo —dijo encogiéndose de hombros, como si fuera lo más obvio del mundo—. Y no pienso dejarte cambiar de opinión.
Lo odiaba. Lo odiaba con cada célula de mi cuerpo por ser así, por decir las cosas de esa forma, por lograr que mi cerebro entrara en cortocircuito y mi corazón hiciera piruetas.
—No sé si reír o golpearte.
—Podés hacer las dos —dijo acercándose un poco más—. Pero primero, decime que sí.
—¡No te voy a decir que sí, Lucas! —dije riendo entre nervios y desesperación—. No después de dos semanas sin una sola llamada. ¿Qué se supone que te diga? ¿“Claro, amor, perdón por dudar de ti mientras te tragaba la tierra, aquí están mis votos”?
—Podríamos improvisarlos —dijo tan serio que tuve que cubrirme la cara para no soltar una carcajada.
Me quedé en silencio, con la risa nerviosa atascada en la garganta mientras lo veía acercarse otro paso más. Ya estaba frente a mí, tan cerca que podía sentir su calor.
—No me mires así —murmuré intentando mantener la compostura.
—Así, ¿cómo?
—Como si supieras que voy a decir que sí.
Sonrió y ahí estaba de nuevo esa maldita chispa, ese brillo en sus ojos que siempre me derretía.
—Tal vez porque ya lo hiciste —dijo él.
—¿Qué?
—Cuando corriste hasta mi puerta en pijama, con Travieso y el corazón en la garganta. —Su voz bajó, volviéndose más suave—. Tal vez no lo dijiste en palabras, pero lo entendí.
Mi respiración se entrecortó. El muy imbécil tenía razón y lo peor era que lo sabía.
Rodé los ojos y bufé más para esconder la risa nerviosa que se me escapaba.
—No pienso casarme contigo, Lucas.
—Está bien —dijo con una calma desconcertante—. Te doy tiempo. Una hora.
—¿Una hora?
—Soy generoso.
—Estás enfermo.
—Enfermo de amor —remató con dramatismo colocando una de sus manos sobre su pecho.
—Dios, qué asco —reí entre dientes mientras me giraba hacia la cocina, pero él me siguió como un niño decidido a conseguir lo que quiere.
—Lo digo en serio, pastelito —murmuró esta vez con una suavidad que me desarmó otra vez.
Lo miré intentando mantener la distancia emocional, pero sus ojos… su mirada tenía esa mezcla de fuego y ternura que solo él podía sostener sin que pareciera actuación.
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Editado: 12.11.2025