Habían pasado dos meses desde que dije que sí. Bueno técnicamente no lo dije con palabras bonitas. Fue más un “obvio que sí, Arévalo”, entre lágrimas, risas y un perro ladrando como testigo, pero contaba igual. Desde entonces mi vida se había convertido en una mezcla entre una telenovela romántica, una mudanza emocional constante y una sucesión de momentos caóticos que parecían sacados de una comedia.
Toda la oficina sabía del compromiso. De hecho, todo el piso. Sofía se encargó de eso. Literalmente. El lunes siguiente a la propuesta entré a la oficina y encontré mi escritorio decorado con globos blancos, confeti, una pancarta que decía “Futura Sra. Arévalo” y una foto mía pegada en el corcho junto a Lucas con un corazón rojo dibujado encima.
—Sofía, te voy a matar —fue lo único que pude decir.
—No puedes, soy tu dama de honor —respondió sin levantar la vista del monitor.
Desde entonces, el apodo “Señora Arévalo” se volvió parte del aire que respiraba en ese lugar. Cada vez que pasaba junto a la impresora, alguien soltaba un “felicidades otra vez”, cuando pedía café el barista del piso decía “doble azúcar, como al señor Arévalo le gusta”, y en la sala de juntas, a su padre, que era nuestro jefe, sin ningún tacto me presentó a un cliente como “la futura señora del genio de marketing”.
Mi única respuesta fue sonreír con resignación y planear mi huida mental a otro país. Pero no podía estar molesta mucho tiempo porque Lucas, ese insoportable y precioso idiota, hacía que hasta lo más ridículo pareciera adorable. Aparecía en mi escritorio con cafés, flores, galletas o ideas absurdas para la boda que anotaba en servilletas, y esos preciosos post-its que siempre guardaba.
—¿Y si los invitados entran mientras suena “I Was Made for Lovin’ You”? —me dijo una mañana con los ojos brillando.
—¿Por KISS?
—Exacto.
—Lucas, no vamos a tener una boda con rock ochentero.
—Pero tendría estilo.
—Tendría tinnitus.
Se encogió de hombros riendo y me besó la frente antes de volver a su trabajo como si no acabara de proponer una locura. Por las noches, cuando por fin terminábamos la jornada, solíamos quedarnos en mi departamento, bueno, en nuestro departamento temporal. Él traía su portátil, yo revisaba listas y Travieso se acomodaba entre los dos, como el juez supremo del sofá.
Sobre la mesa se apilaban catálogos de flores, presupuestos, ideas de menú y un millón de discusiones sobre cosas que ninguno de los dos entendía.
—¿Por qué hay treinta tipos de servilletas? —preguntó una noche mirando una página de ejemplos—. ¿Y por qué una se llama “perla marfil emocional”? ¿Qué demonios es eso?
—No sé, pero suena como el nombre de una fragancia cara —respondí sin levantar la vista de la laptop.
—¿Podemos usar papel toalla?
—Ni lo pienses.
Se recostó en el sofá riendo con las manos detrás de la cabeza.
—No entiendo por qué la gente dice que organizar una boda es estresante.
—Porque vos no te has metido en el grupo de WhatsApp con Sofía y mi madre —le dije entre dientes.
—Ah, ese. Me salí cuando vi setenta y dos mensajes sobre tonos de rosa.
—Sabio. Yo no puedo, me juzgarían.
—Deberías delegar.
—¿A quién? ¿A ti?
—Por supuesto. Mi gusto es impecable.
—Dijiste que querías rock de los ochenta en la boda.
—Exactamente. Impecable.
Rodé los ojos y me rendí. La verdad era que pese a las discusiones tontas y los enredos, cada noche terminábamos riendo, cansados, con Travieso encima y las manos entrelazadas. Y en algún punto entre los cafés, las llamadas y las notas caóticas, empezamos a planear algo más grande: mudarnos juntos.
La idea había salido una tarde cualquiera, mientras él lavaba los platos, algo que hacía fatal, pero con entusiasmo.
—Estuve viendo departamentos —dijo sin girarse.
—¿Departamentos?
—Sí, para nosotros. Travieso necesita más espacio, y yo también.
Me quedé mirándolo, sorprendida. No por la idea en sí, sino por lo natural que sonaba en su boca. Como si ya lo diera por hecho.
—¿Nosotros? —repetí con un nudo en la garganta.
—Sí. Vos, yo, y el demonio de cuatro patas —dejó el plato en el escurridor y se giró con una sonrisa—. No tiene sentido seguir yendo y viniendo. Quiero despertar contigo todos los días, pastelito, no solo algunos.
Tragué saliva. Lo odiaba por eso. Por decir esas cosas tan fácil, tan sinceras, que me dejaban sin defensa.
—¿Y si me arrepiento? —pregunté con media sonrisa, intentando sonar tranquila.
—Entonces me tendrás que echar, pero aviso que soy difícil de desalojar.
—Eso ya lo sé.
Nos quedamos mirándonos un momento. Su sonrisa se suavizó y caminó hacia mí, tomando mi rostro con esa delicadeza suya que siempre me desmontaba.
—No quiero presionarte —dijo despacio—. Pero me gusta pensar que este “sí” también es para eso. Para empezar nuestra vida juntos, paso a paso. Aunque sea un poco antes de llegar al altar.
Mi corazón dio un salto. Y no me dio miedo imaginarlo.
Y como si eso no fuera suficiente emoción, una semana después conocí oficialmente a todos los hermanos Arévalo en la misma habitación. Fue aterrador, no voy a mentir. Eran tan parecidos físicamente que por un momento creí estar sufriendo un episodio de desdoblamiento visual. Tenían los mismos ojos, la misma sonrisa fácil y esa presencia imponente que parecía venir de familia, pero eran tan distintos entre sí que me costaba procesarlo.
Dominic, con su elegancia implacable y su mirada calculadora; Mikaela, la más relajado, con su sentido del humor que no sabía si me hacía reír o temer y un sentido dé la moda de una magnate de la industria; y Lucas, el punto medio entre ambos, con su mezcla de caos y ternura. Los tres en la misma habitación, observándome con sonrisas y comentarios que iban desde “felicidades, futura cuñada” hasta “¿segura de que sabes en lo que te estás metiendo?”.
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Editado: 12.11.2025