El cumpleaños de mi hermano debería haber sido solo una excusa para desconectarme del hospital, dormir sin pensar en alarmas y relajarme un poco. Pero no… tenía que aparecer Jaden. El mejor amigo de mi hermano, mi dolor de cabeza en la adolescencia, el tipo con el que juré que nunca podría llevarme bien.
Mientras yo pasaba años entre libros, guardias y cirugías, él abría su ferretería y perfeccionaba esa sonrisa descarada que tanto me irritaba. Yo elegí mi carrera antes que cualquier relación, convencida de que el amor solo era una distracción. Me repetí mil veces que no tenía tiempo para citas, que el trabajo me bastaba, que estaba completa así. Pero entonces la vida, tan sarcástica como impredecible, decidió ponerme frente al único hombre capaz de sacarme de quicio… y, para mi desgracia, también de hacerme reír en los peores momentos.
Verlo de nuevo fue como abrir un libro que creía cerrado: todo seguía ahí, intacto, solo que con más capítulos pendientes. Jaden ya no era el chico insoportable que me molestaba en cada reunión familiar; ahora era un hombre seguro, con mirada firme y ese tipo de humor que desarma hasta al más serio. Lo que no cambió fue su forma de irrumpir en mi vida sin aviso, como si nunca se hubiera ido.
Y ahí empezó todo.
Esa incomodidad conocida, esa tensión que uno intenta negar, esa sensación de que el destino se divierte cruzándote con la persona exacta que creías tener superada. Lo odié un poco, lo admito. Pero también me di cuenta de algo peor: me hacía falta.
Su presencia, sus bromas, esa manera tan suya de verme sin decir nada. De repente, los silencios que antes me pesaban se volvieron menos fríos, y las horas de guardia ya no eran tan eternas cuando sabía que, al salir, podía cruzármelo en cualquier esquina.
No sé si el destino tiene un sentido del humor cruel o simplemente sabe cosas que uno aún no está lista para aceptar. Pero lo cierto es que el universo parece disfrutar viendo cómo dos personas que juraron no soportarse terminan aprendiendo a quererse de las formas más inesperadas.
Y mientras intento mantener mi vida en orden —con turnos agotadores, café recalentado y un corazón que empieza a confundirse—, él sigue ahí: con su sonrisa, su paciencia y esa costumbre molesta de aparecer justo cuando empiezo a convencerme de que puedo vivir sin él.
Con Jaden, todo parece una contradicción. Me irrita y me calma, me desespera y me hace reír, me recuerda por qué huyo del caos y al mismo tiempo por qué vale la pena quedarme.
Es la clase de persona que aparece justo cuando crees tenerlo todo bajo control, solo para recordarte que el corazón no entiende de planes ni de lógica.
Desde esa noche del cumpleaños, algo cambió entre nosotros. No sé si fue su forma de mirarme, o la manera en que mi hermano hablaba con él como si nada pasara, mientras yo intentaba fingir que el aire no se me volvía pesado cada vez que estaba cerca. Era como si el tiempo se hubiera doblado y todos los años que pasamos sin hablarnos se resumieran en un solo segundo incómodo… o inevitable.
Intenté evitarlo, lo juro. Me convencí de que era solo una confusión pasajera, una mezcla de nostalgia con cansancio. Pero bastó con que volviera a sonreír para que todas mis defensas se vinieran abajo.
No hubo grandes declaraciones, ni promesas imposibles. Solo pequeños gestos, miradas que duraban más de lo prudente y conversaciones que parecían no querer terminar nunca.
Y aunque mi cabeza me repetía que era un error, mi corazón empezaba a disfrutar de ese error.
A veces me pregunto si el destino realmente tiene un plan o si simplemente se divierte viéndonos tropezar con las mismas personas, las que nos enseñan que huir no siempre es la respuesta.
Jaden no es el tipo de hombre que pasa desapercibido. Tiene esa confianza tranquila que irrita y atrae al mismo tiempo, esa manera de hablarte sin filtros que puede desmontar hasta el argumento más sólido. Y lo peor es que conmigo no finge: me dice las cosas como son, incluso cuando no quiero escucharlas.
Quizás por eso me cuesta tanto alejarme. Porque, aunque me saca de quicio, también me recuerda que no todo en la vida puede programarse, que hay emociones que simplemente suceden.
Ahora, cada encuentro con él se siente como un examen que no estudié. Sé que va a haber preguntas que no podré responder, emociones que no sabré controlar, y aún así, ahí estoy, repitiendo la materia.
Dicen que el amor aparece cuando dejas de buscarlo. Pero en mi caso, creo que simplemente llegó disfrazado de problema con nombre propio y sonrisa descarada.
Y aunque intento convencerme de que esto no tiene futuro, algo en su forma de mirarme me hace pensar que, tal vez, el destino no se equivoca tanto como yo creía.
A veces pienso que la vida tiene un extraño sentido de justicia: te devuelve lo que no enfrentaste, justo cuando creías haber aprendido a vivir sin ello.
Jaden es eso para mí: una especie de espejo incómodo que refleja todo lo que juré no volver a sentir.
No hay promesas entre nosotros, ni planes a futuro, ni esas frases de película que terminan en “para siempre”.
Solo hay momentos: conversaciones que se quedan dando vueltas en la cabeza, risas que aparecen en medio del cansancio y silencios que dicen mucho más de lo que cualquiera se atrevería a admitir.
Y en medio de todo eso —del trabajo, las guardias, la rutina y el miedo—, me doy cuenta de algo que nunca imaginé: que no todo tiene que ser perfecto para valer la pena.
Que tal vez el amor no llega con flores ni grandes gestos, sino con alguien que aparece sin pedir permiso, se sienta frente a ti y te desordena los días con la misma naturalidad con la que arregla una lámpara o repara un corazón cansado.
Jaden no es un héroe, y yo no soy una historia romántica de manual. Somos dos personas reales, con pasados torpes, con errores, con miedo. Pero también con ganas.
Y aunque mi mente me dice que esto no tiene sentido, mi corazón —ese que tantas veces callé— insiste en recordarme que algunas cosas no se piensan, se viven.
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Editado: 08.10.2025