“A veces ríes solo para no llorar”
¿Sabes qué es triste? Reír a la fuerza cuando estás cansada, cuando usas labiales baratos y tienes sueños caros, cuando en medio del caos laboral y emocional tu deseo de cambiar esa realidad te grita auxilio desde el fondo. Y ese grito te hace doler, te hace pensar, te hace reír cuando te lleva a ilusionarte con que puede ser posible.
Mi trabajo no es terrible. Tampoco es bueno. Digamos que está cómodamente ubicado en esa zona gris entre “aceptable”.
Trabajo en un local de cosméticos. Pero no uno de esos modernos con paredes de mármol y vendedoras en traje sastre que te ofrecen champú de quinoa activada. No. Esto es más... fluorescente chillón y testers pegajosos que parecen haber sobrevivido a una guerra bacteriológica.
—María Fernanda, ¿otra vez sin labial? ¿Es que quieres que los clientes piensen que vendemos pobreza?
—Claro, porque el brillo de labios es lo que hará que nuestras ventas se disparen, ¿verdad?
Mireya es lo más parecida a una villana de Disney sin derechos de autor. Tiene un moño tan apretado que si pestañea muy fuerte, probablemente se disloque una ceja. Huele un perfume de alta gama mezclado con frustración vital.
A veces, cuando Mireya se quita el moño al final del día, parece que se despoja de su armadura. En esos segundos, la veo como una mujer agotada, no solo como mi jefa. Parece tener un secreto oscuro. A veces creo que detrás de su frustración hay una historia que la ha hecho así.
«Las personas no son solo lo que dicen. Tampoco tú.»
Hoy, como todos los días, los clientes desfilan como una procesión de criaturas mágicas:
— ¿Tienen delineador para párpados caídos pero con espíritu joven?
—Este esmalte es resistente a rupturas amorosas?
—Busco un rímel que me haga ver menos... madre.
Oh, amiga. Yo también.
Hoy, además de atender a los clientes, tengo que lidiar con el rumor de que la tienda podría cerrar. La idea de perder este trabajo me llena de pánico.
Mientras escanea los productos, veo que la puerta se abre y el timbre suena.
—Ay, no, ahí viene Gertrudis. ¿Por qué tiene que venir en el peor momento? —murmuro para mí misma, sintiendo que debo reprimir, lo que siento.
Gertrudis es una cliente habitual, conocida por su habilidad para hacer que cualquier vendedor se sienta miserable. Tiene una lista de quejas y un comentario venenoso.
—¡María Fernanda! —grita con un tono que podría romper mi paciencia—. ¿Por qué no tienen el iluminador que vi en su página? ¿Es que aquí solo venden productos de segunda?
Respiro hondo, recordando que no puedo dejar que su mal humor me afecte.
—Claro, ese iluminador lo tenemos o, si no, lo mandamos a traer de la casa matriz, Gertrudis —respondo con una sonrisa forzada, mientras por dentro me pregunto cómo sobreviviré si se junta con Cleotilde. Ambas juntas son como un tornado de críticas y quejas. Cuando las dos se encuentran, tengo ganas de tirar la toalla. Pero...
«El futuro que imaginas para tu hijo es el que mereces para ti.»
Pienso en Jimena. En lo rápido que crece. En cómo ayer me dijo que cuando sea grande quiere “ser jefa, pero sin gritarle a nadie y con galletas en el escritorio”. Un modelo de liderazgo que, sinceramente, me entusiasma más que el de Mireya.
Mientras atiendo a una clienta que parece interesada en todo, me lanza una mirada cómplice.
—Sabes, ¿quieres? Hay formas más fáciles de ganar dinero que vendiendo cosméticos —dice con una sonrisa enigmática—. Te podría ayudar a encontrar algo... mejor.
Siento que un escalofrío me recorre la espalda.
—¿A qué te refieres? —pregunto, tratando de mantener la calma.
—Oh, no te hagas la inocente. Hay un mundo de oportunidades ahí fuera. Podrías ganar mucho más... si estás dispuesto a jugar tus cartas correctamente. —Su tono es seductor, pero lo que implica me deja inquieta.
Miro hacia el pasillo, asegurándome de que nadie escuche.
—No estoy interesada en ese tipo de "oportunidades". —Mi voz es firme, aunque mi corazón tarde con fuerza.
—Piénsalo, María Fernanda. A veces, lo que parece sucio puede ser un camino hacia la libertad. —Sus palabras flotan en el aire, y por un momento, me invaden la tentación de considerar lo que podría significar.
Cuando se va, me quedo paralizada, cuestionando mis decisiones y lo que realmente quiero de la vida.
«Un sueño guardado no es un sueño perdido. Es solo un sueño esperando.»
Pienso también en aquel cuaderno rojo que tengo escondido en la mesita de noche. Mi cuaderno de sueños. Donde tengo todo anotado: nombres de locales posibles, ideas de logo, recetas, proveedores, números de contacto, frases inspiradoras como:
«Un café puede salvar un día. Y un abrazo, una vida.»
Mi sueño: abrir una pequeña cafetería librería. Un lugar donde las madres puedan tomarse cinco minutos para sí mismas. Donde los niños tengan una esquina para leer y pintar mientras las mamás respiran y no solo sobreviven.
Lo imagino todo el tiempo. Casi puedo oler el café y el pan recién horneado, oír las risas suaves de madres que, por un momento, no sienten culpa.
Pero entonces Mireya grita:
—¡María Fernanda! ¿Podrías dejar de soñar despierta y atender al cliente con cara de insulto?
A veces, me pregunto si esta vida es todo lo que merezco. Mis sueños parecen tan lejanos, como estrellas que nunca podré alcanzar.
Y vuelvo a poner los pies sobre la Tierra. Y al turno interminable.
Además de atender a los clientes, tengo que enfrentar la posibilidad de que Mireya me despida si no logro hacer más ventas. Ese peso me aprieta el pecho.
Pero no puedo dejar que mi vida pase entre descuentos de sombras de ojos y jefas pasivo-agresivas. No todavía. No siempre. Ese cuaderno rojo me está esperando.
«Los sueños no necesitan luz. Solo un poco de valentía.»
Editado: 09.07.2025