Manual de una mamá para no rendirse

Capítulo 7: “Escucha tus palabras como si las dijera tu hijo”

"A veces, el llanto no es derrota. Es señal de que ya no puedes más... y de que aún quieres seguir"

Mi día había comenzado como siempre: a toda velocidad y con cero control. Me desperté a las 6:45 en lugar de las 6:00, lo que significaba que Jimena tuvo que desayunar galletas María con mantequilla de maní y ponerse la ropa mientras yo le trenzaba el pelo como si fuéramos un pit crew de la Fórmula 1. Logramos llegar al colegio sin (tantos) gritos ni lágrimas. Luego regresó a casa pensando en el café que no tenía, en mi camiseta con un agujero en la axila del tamaño de una mordida de cocodrilo, y en los estantes de Yolanda que aún no había podido recoger. El viernes, con la amenaza del señor Benítez, se sentía cada vez más cerca. Todo iba según lo previsto: desordenado, con aroma a desastre, y con la presión del tiempo asfixiándome.

En el descanso, revisé mi cuaderno de cuentas. Sumé, resté, recé, sumé de nuevo. Nada cuadraba. A menos que pudiera vender un riñón o fabricar mi propia energía con hámsteres, la cosa era complicada.

Y ahí, en el baño de la tienda, con olor a perfume barato flotando en el aire, me eché a llorar. No el llanto elegante tipo película francesa. No. Llanto feo. De esos que dejan los ojos como tomates y hacen que el rímel se convierta en arte abstracto. Pensé en Jimena. En su carita triste por los festivales de la escuela, en la forma en que había dejado su dibujo de “Mi familia” sobre la mesa, con sólo dos figuras: ella y yo. Me sentí como una madre intentando flotar con piedras pesadas en los bolsillos.

—María Fernanda, ¿estás bien? —preguntó Marcela, la compañera nueva que siempre parece tener el pelo limpio y la vida resuelta.

—¡Claro! Solo me entró un... delineador en el ojo. ¡Un delineador emocional!

Marcela me abrazó, y en un acto que demuestra que el universo no siempre es cruel, me deslizó un cupón del 20% de descuento en pañales y cereales. Lo cual no resolvía mi deuda, pero al menos me devolvió algo de fe en la humanidad.

“El amor puede tocar a tu puerta disfrazado de vecino, perro y café derramado”

Y entonces lo vi.

Un hombre. En mi puerta. Alto, moreno, y con el tipo de sonrisa que hace que una madre soltera recuerda que aún tiene hormonas. Cargaba una caja, una planta medio moribunda y un perro salchicha con actitud de abogado penalista.

—Hola —dijo, sin pizca de vergüenza—. Soy tu nuevo vecino. Me llamo Juan Carlos. Vivo en el 3B. Esto —levantó la caja— es café. Y esto —señaló al perro— es Kafka.

Kafka me miró como si supiera todos mis pecados.

Otra vez su sonrisa. Una sonrisa que hace preguntarte si aún recuerdas cómo se respira entrecortado cuando alguien te mira de verdad.

—María Fernanda —respondí, tratando de no parecer una mujer que no se ha lavado el cabello en dos días—. Café es palabra mágica. Puedes pasar.

Juan Carlos entró como si mi apartamento no fuera un campo minado de juguetes, zapatos y una trapeadora empapada que había dejado a secar en el pasillo. Tropiezan los dos. La caja vuela. El café se derrama. Kafka ladra como si estuviera narrando una tragedia griega.

—Estoy bien, ¡estoy bien! —dijo Juan Carlos, levantándose con dignidad a medias.

—No era tu café, era tu bautismo como vecino. ¡Bienvenido al caos!

Nos reímos. Él tenía una risa honesta, de esas que hacen eco en los pasillos del corazón. Mientras lo ayudaba a limpiar, noté que tenía manos de alguien que había cargado más que cajas. Mencionó, entre trapo y trapo, que había trabajado en una librería de viejo, había sido bibliotecario escolar y también había dado clases de literatura. Mi mente, siempre buscando conexiones con mi propio sueño, registró la palabra "librería" .

—¡Espera! ¿Eres uno de esos tipos que leen poesía en voz alta para conquistar?

—Solo cuando sea necesario. Pero Kafka odia la poesía. Ladra en las estrofas.

Después del café derramado y las presentaciones surrealistas, nos sentamos en la mesa desordenada de mi cocina. Me habló de su mudanza apresurada, de un trabajo como redactor de contenidos para una empresa que vendía seguros de vida ( "el lado oscuro del marketing" , dijo con sorna), y de su deseo de volver a escribir algo propio.

—¿Y tú a qué te dedicas, María Fernanda?

—Un sobreviviente. Y a vender cremas que prometen milagros en tres días. Trabajo en una tienda de cosméticos.

—Eso suena a magia negra.

—Lo es. El cliente entra con autoestima baja y sale con una tarjeta de crédito temblando.

Hubo una pausa. Kafka se subió a mis pies como si me aprobara. Y Juan Carlos me miró con una mezcla de interés genuino y algo más. Como si pudiera ver más allá de mis ojeras de guerra y mi coleta torcida.

“La vida no avisa antes de mandarte un soplo de esperanza”

Justo en ese momento, Jimena entró como un huracán.

—¡MAMÁ, LA SEÑORA DE LA PAPELERÍA ME DIO UN SOBRE PARA TIIII... —se detuvo al ver a Juan Carlos—. ¡Ah, hola! ¿Eres el nuevo novio de mi mamá?

Juan Carlos se atragantó con el café.

—¡Jimena!

—¡Nos preguntaba a nosotros!

Kafka ladro. Juan Carlos se río. Yo quiero evaporarme.

Pero algo en esa escena, caótica y tierna, me hizo pensar que tal vez... solo tal vez... este hombre con perro y café había llegado justo cuando el universo decidió que mi vida necesitaba un nuevo capítulo. Uno con café, sarcasmo y quizás, solo quizás, un poco de esperanza con patas.

Y, tal vez, un trapeador menos… y una esperanza más.

Me quedé mirando la puerta después de que se fue. Silencioso. Como si aún estuviera procesando que alguien había estado allí, que alguien había visto mi casa, mis calcetines rotos, mis miedos disfrazados de risa. La imagen de los estantes de Yolanda y la puerta "Se Alquila" se mezclaron en mi mente con la sonrisa de Juan Carlos. El reloj seguía avanzando hacia el viernes.

En la mesa, seguía la taza medio vacía. Con un resto de café frío. Como los restos de una promesa que aún no sabía cómo cumplir.




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