Manual de una mamá para no rendirse

Capítulo 8:“A veces, el permiso para avanzar viene de donde menos te lo esperas”

El viernes amaneció con el peso del alquiler y la promesa de los estantes. Necesitaba moverme. En la tienda de cosméticos, mientras las luces fluorescentes zumbaban, me acerqué a Mireya con una mezcla de esperanza y apuro.

—Mireya, me han prestado unos estantes. Los necesito para organizar la ropa en el garaje de Mercedes. ¿Crees que podría ir por ellos y llevarlos ahora mismo? Me vendría de maravilla adelantar eso para el domingo.

Mireya, raramente comprensiva, asintió. —Claro, María Fernanda. Ve. Tienes mi permiso para la mañana, pero no tardes mucho, ¿eh? La tienda necesita manos.

Sentí un pequeño alivio. Un paso adelante. Me dirigí a buscar los estantes de Yolanda, mi mente ya visualizando la ropa colgada, la "tienda de garaje" cobrando forma.

“La ayuda puede ser cuestionada, pero no se detiene por eso”

Con los estantes a cuestas –el coche protestando a cada curva, como si supiera que lo estaba forzando– llegué al garaje de Mercedes. Ella me recibió con su dulce sonrisa, los ojos brillantes, lista para ayudar.

—¡María Fernanda, qué alegría! ¡Así podremos organizar todo mejor!

Justo cuando comenzábamos a descargar los armazones metálicos, una camioneta se detuvo bruscamente. De ella bajó una mujer de unos cuarenta, con el ceño frunido y una mirada muy molesta.

-¡Mamá! ¿Qué es todo esto? ¿Quién es esta señora y por qué está metiendo cosas en TU garaje?

Mercedes intentó suavizar el ambiente. —Hija, ella es María Fernanda, y necesita un poco de espacio para guardar su ropa. Es mi garaje, ¿recuerdas? Está vacío.

La hija, que se presentó como Laura, cruzó los brazos. —¡Mamá, por favor! No puedes estar metiendo a gente desconocida con sus trastos. Esto es un riesgo. ¿Y si meten algo peligroso? No estoy de acuerdo. En absoluto.

La discusión escaló. Laura levantó la voz, argumentando sobre riesgos con "desconocidos". Mercedes, aunque tranquila, se mantuvo firme. —Es mi casa, Laura. Y mi garaje. Y si yo quiero ayudar, ayudo. María Fernanda no es una extraña, es una buena persona. Tiene una niña muy linda que me llama abuela.

En medio de la tensión, mi teléfono vibró. Era Juan Carlos. Su voz sonaba agitada, casi en pánico. —María Fernanda, necesito que vengas rápido. Tus cosas… las están sacando. ¡Hay una orden de desalojo!

La llamada resonó en el silencio tenso. Mercedes y Laura me miraron. Pudieron escuchar la angustia en la voz de Juan Carlos y la palabra "desalojo" . Laura, que hasta hace un segundo estaba furiosa, se quedó paralizada, la hostilidad convertida en una mezcla de sorpresa y confusión.

—¡Esto no puede estar pasando! —Mi voz apenas era un susurro. —Estoy allí, no te preocupes —respondió Juan Carlos.—Tus cosas están en la calle. No sé dónde meterlas, no todo cabe en mi apartamento.

El mundo se me vino encima. Me estaban dejando en la calle. El señor Benítez no había esperado otro mes de retraso. Las palabras de Juan Carlos confirmaban mi peor pesadilla.

"A veces, la vida no te da tiempo para sentir. Solo actuar"

Colgué con Juan Carlos, quien, a pesar de la conmoción, le ofreció su apartamento para que Jimena y yo nos quedáramos “para mientras”. La idea me repugnaba. No podía depender de nadie, menos de un hombre desconocido, por más amable que fuera. Pero, ¿dónde iría?

Justo en ese momento de pánico, mi teléfono volvió a sonar. Era el colegio. —Señora María Fernanda, la llamamos porque ya es tarde. Todos los niños han sido recogidos, excepto Jimena. Necesitamos que pase por ella de inmediato.

Sentí un escalofrío. Jimena. Había olvidado por completa la hora de salida, sumergida en el caos del desalojo. La culpa me atravesó con desesperación y nerviosismo.

Llamé a Mireya, la voz cargada de agotamiento y frustración. —Mireya, tengo que agarrarme el día. Todo es un desastre. Me están desalojando. Y acabo de recibir una llamada del colegio de Jimena.

—¿Qué? María Fernanda, ¿estás segura? ¿Estás bien? —Más que nunca. Necesito el resto del día para resolver esto. Mañana te cuento.

Mireya suspir. —Está bien, pero ten cuidado. Ya sabes cómo son las cosas.

Justo en ese momento, la suerte (o alguna llamada de un empleado chismoso de la sucursal) decidió golpearme con más fuerza. Llegaron inspectores de la casa matriz de cosméticos. Un par de trajes impecables con cara de pocos amigos. Buscaban a la gerente ya los empleados. Y yo, no estaba. Mireya estaba sola, intentando cubrir mi ausencia.

— ¿Dónde está la señora María Fernanda? —preguntó uno, con voz gélida. Mireya, visiblemente nerviosa, tartamudeó una excusa. Pero el reporte ya estaba levantado: Mireya daba permisos personales, la sucursal tenía malos resultados, y mi ausencia era la prueba perfecta. La tensión se disparó. Mi empleo, y lo que era peor, el de Mireya, y el futuro de la sucursal, estaban en grave peligro.

“Cuando todo parece perdido, aparece alguien que te recuerda que aún hay camino”

El resto del día fue un torbellino de desesperación. Primero, correr al colegio por Jimena, quien me esperaba con una mezcla de alivio y una pequeña tristeza en los ojos. Luego, con Juan Carlos, fuimos a mi apartamento para ver cómo sacaban mis pertenencias. Cajas, muebles, la vida entera apilada en la acera. Mis pocos ahorros para el alquiler no habían servido de nada. La única solución fue llevar las cosas esenciales, y algunas de las cajas más valiosas, al garaje de Mercedes ya esos cuartos vacíos que, por pura compasión, me había ofrecido para almacenar. Mis estantes de Yolanda esperaban, absurdos, en medio de la mudanza forzada.

Laura, aunque fría, ayudó un poco con las cajas, su expresión más de shock que de enojo. Mercedes nos preparó té caliente y nos miraba con ojos cansados ​​pero firmes. La discusión con Laura y mi repentina crisis la habían agotado.

—No se preocupen. Aquí están seguros, por ahora.

Juan Carlos, con la voz aún ronca por el impacto, insistió en que nos quedaremos en su apartamento. —María Fernanda, es solo por esta noche. Jimena no puede dormir en el coche. Mañana buscaremos soluciones.




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