"Hay días en que una factura no es solo una deuda. Es un reflejo de tu dignidad"
Hay días en que una factura no es solo una deuda. Es una radiografía. Una prueba. Un espejo sin maquillaje.
Eran las nueve y catorce de la noche. Jimena dormía, abrazada a su peluche en forma de pato helado. El mismo que ahora tenía una oreja floja y una mancha de cereal que no logré quitarle. Kafka roncaba desde el rincón —el perro, no el escritor—. Y yo estaba frente a la computadora prestada de Juan Carlos, con el navegador abierto y una pestaña titilando como una amenaza.
"Estado de cuenta: total pendiente $8.75. Fecha límite: hoy."
No era una deuda gigante. No era una hipoteca. Era el gas.
El gas. Ese detalle menor que calienta la sopa, que hierve el agua para la leche, que hace que la ducha no te congele la espalda a las seis de la mañana. Ese gas que ahora mismo me estaba diciendo: "O tú o yo".
“A veces, sobrevivir es contar monedas y preguntarte qué tan humano eres por pedir ayuda”
Busqué en mi bolso. Saqué las monedas. Una a una. Una danza humillante. Las extendí sobre la mesa como cartas de tarot. Pero ninguna predecía salvación.
No alcanzaba.
Podía pagar el gas o el transporte de mañana para ir al trabajo. Pagar el gas o el pan. El gas o el cuaderno que le hacía falta a Jimena para la clase de arte.
Y me di cuenta de que no tenía a quién llamar.
Ya había agotado las frases "¿me podrás prestar?" , "te pago el viernes" , "no quiero abusar pero..." . El eco de esas frases me sonaba más vergonzoso que el timbre del correo electrónico con nuevas amenazas de corte.
Respire hondo. Me senté en el suelo. A oscuras.
“Cuando el cuerpo se queda sin lágrimas, el alma empieza a hablar”
No lloré. Esta vez no. Hay momentos en que el cuerpo se queda seco de llanto, como si supiera que ni siquiera eso resuelve. Me quedé ahí, con la factura impresa en las manos, doblada en cuatro, luego en ocho, hasta que pareció un insecto de papel muerto.
Pensé en encender una vela, no por romanticismo ni por resiliencia poética. Por necesidad. Por costumbre. Porque me daba vergüenza que Jimena se despertara a media noche y notara que la estufa no funcionaba.
Pero no lo hice. No encendí la vela. Me quedé a oscuras. En silencio.
Y en ese silencio, algo dentro de mí se quebró distinto. No fue el "no puedo más" . Fue el "no debería tener que elegir entre gas y dignidad".
Manual de Mamá para no Rendirse
Hoy aprendí que algunas facturas no se pagan con dinero, sino con pedazos de fe. Y que el miedo no es siempre estruendoso. A veces es una pestaña que titila en la pantalla, recordándote que existe. Que debes. Que duelo.
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