Estábamos en la cocina, las dos sentadas sin decir nada, esperando que la olla silbara. Había sido un día largo. Las cajas amontonadas en el pasillo. Las miradas duras de Laura. La incomodidad flotando en el aire como humedad.
Yo removía el café con una cucharita de mango torcido. Ella, con los codos sobre la mesa, miraba el mantel como si fuera a confesarse. No lo hizo. Fui yo.
—No te lo tomes personal, María Fernanda —le dije, sin mirarla directamente—. Laura no siempre fue así.
Ella parpadeó, sorprendida. Yo también me sorprendí un poco de haberlo dicho.
—¿Así cómo? —me preguntó.
Me quedé callada unos segundos. No porque no supiera qué decir, sino porque hacía años que no lo contaba.
—Ella era una niña suave. Una de esas que te traen flores chiquitas del parque. Esas flores que parecen hierba pero que ellas creen que son importantes. Siempre quería ayudarme. Cuando cocinaba, se subía a una silla para revolver la sopa. Me decía: “Yo te cuido, mami.”
María Fernanda me escuchaba con atención. Yo hablaba bajito. No hacía falta levantar la voz.
—Su papá nos dejó un lunes. No porque se fuera, sino porque se apagó. Lo fui apagando yo también, creo. El trabajo, las cuentas, los silencios. Nunca discutimos. Solo se nos venció el amor, como se vence la leche que olvidás en la puerta de la heladera.
Tomé un sorbo de café, aunque ya estaba frío.
—Yo trabajaba limpiando casas. Me llevaba a Laura. A veces me ayudaba a sacar la basura o acomodaba los sillones. Un día una señora le dio un pan con jamón y me dijo: “Pobrecita, tan chiquita, y ya viendo el mundo como es.”
No lloré. No lloramos. Yo seguí hablando.
—Después de eso, Laura empezó a cambiar. Guardaba las monedas, contaba las servilletas. Si me regalaban ropa usada, ella preguntaba si era de muerta. Se volvió práctica. Fría. Nunca más me trajo flores.
Hice una pausa. El café seguía tibio.
—Cuando cumplió dieciocho, me dijo que no quería pasar vergüenzas como yo. Que nunca iba a meter extraños a su casa. Que no iba a deberle favores a nadie. Ni siquiera a mí.
La miré a los ojos.
—No es mala. Tiene miedo. La pobreza nos deformó distinto. A mí me volvió blanda. A ella, dura. Pero ambas lo que queríamos era lo mismo: no volver a pasar por eso.
María Fernanda se quedó en silencio largo. Le temblaban un poco los dedos sobre la taza. Entonces me dijo, muy despacito:
—Yo también he tenido miedo de volver ahí. Pero no quiero endurecerme.
Le puse la mano encima. No hablamos más.
Manual de Mamá para no Rendirse.
Hoy aprendí que algunas personas no son malas, sino que solo aprendieron a protegerse con dureza.
Y que la pobreza no siempre une. A veces, deja grietas que se llenan de silencio. No juzgues tan rápido a quien no te abra la puerta. Tal vez esté cerrando una que aún le duele.
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