Manual de una mamá para no rendirse

Capítulo 33.6: Sombras en el umbral

"Las promesas rotas no siempre duelen igual. A veces te tocan a vos. Otras, se las llevan los hijos"

El sol de la tarde se colaba por las rendijas de la persiana, pintando rayas doradas sobre la mesa de la cocina. Jimena estaba en el suelo, rodeada de marcadores y una Lola que lucía un nuevo sombrero hecho de una servilleta.

Yo, María Fernanda, sostenía el cuaderno rojo, pero la pluma no se movía.

Había pasado una semana desde que Andrés prometió ser un "papá presente" , y aunque sus visitas eran puntuales —un dibujo aquí, un paseo al parque allá—, algo en mí se resistía a creerle.

“A veces, las excusas vienen disfrazadas de trabajo y viaje urgente”

Sonó el teléfono. Era él. Su voz, como siempre, tenía ese tono de disculpa ensayada:

—María Fernanda, no podré venir este sábado. Me salió un trabajo en otra ciudad. Solo por unos días. Prometo compensarlo.

Cerré los ojos, apretando el teléfono contra la oreja. Quise gritarle que sus promesas eran como boletos de lotería: brillantes, pero casi siempre inútiles. En cambio, dije:

—Jimena te espera, Andrés. No me hagas explicarle por qué no viniste. Otra vez.

Colgué antes de que respondiera. Miré a Jimena, que coloreaba con furia, como si supiera que algo no estaba bien.

Me senté a su lado, buscando palabras que no dolieran.

—Amor, ¿qué te estás dibujando a Lola hoy?

Ella levantó la mirada, con esos ojos que ven más de lo que dicen. —Un escudo. Para que nadie la deje sola.

El nudo en mi garganta creció. Tomé el cuaderno rojo y escribí:

Manual de Mamá para no Rendirse

Hoy aprendí que el amor de una hija te recuerda que no puedes protegerla de todo. Pero sí puedes enseñarle a hacer escudos. Aunque sean de papel.

"La sanación no borra el daño. Pero puede ayudarte a no repetirlo"

Esa noche, llama a Ángela. Necesitaba su voz, esa calma que parece venir de haber sobrevivido a tormentas peores. Le conté sobre Andrés, sobre su promesa rota, sobre el miedo de que Jimena se ilusione con un papá que tal vez no se queda.

—María Fernanda —dijo Ángela, con esa suavidad que corta como cuchillo—, nadie puede prometer quedarse para siempre. Pero tú puedes enseñarle a Jimena que ella es suficiente, con o sin él. Y tú también.

Sus palabras se quedaron conmigo, como un eco. Pero el eco no pagaba facturas. Ni calmaba el miedo de que Andrés volviera a desaparecer… llevándose un pedazo de la sonrisa de Jimena.

"No todas las puertas deben abrirse. Pero algunas merecen solo una rendija"

Al día siguiente, en el café, la tribu estaba reunida. Carla trajo un termo de té de hibisco que sabía a "esperanza líquida" , según ella. Mercedes, con su eterno delantal lleno de migajas, hablaba de una nueva receta de pan.

Pero yo no podía concentrarme. La idea de que Andrés fallara otra vez pesaba más que las tazas sucias en la barra.

Laura, siempre con su cuaderno lleno de garabatos, notó mi silencio. —Todo bien, María Fernanda? Pareces a punto de declarar la guerra a un expreso.

Solté una risa amarga. Les conté lo de Andrés, lo del trabajo, lo del sábado perdido. La mesa quedó callada. Pero no era un silencio incómodo. Era el silencio de quienes entienden.

—No lo dejes entrar tan fácil —dijo Carla, quitando su té—. Pero no lo alejes por orgullo. Jimena merece un papá, aunque sea imperfecto.

Mercedes ascendió. —Y tú mereces no cargar con todo sola. Pero cuidado, querida. A veces, los que vuelven traen más promesas que hechos.

Escribí en el cuaderno rojo mientras el aroma del café llenaba el aire:

Manual de Mamá para no Rendirse

El pasado no se borra con una visita.
Pero a veces hay que abrir la puerta, aunque sea una rendija, para ver si el que entra trae algo más que palabras vacías.




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