Manual de una mamá para no rendirse.- Versión emprendedora.

Capítulo 2: Escribe un diario y cuéntale cómo estás luchando.

2.1: El Labial Corrido No Cubre Las Grietas del Alma

El labial barato se me corrió mientras le sonreía a Gertrudis.
No fue el maquillaje lo que se deshizo. Fue algo más profundo, más estructural: la última capa de barniz que me quedaba. Esa película protectora que construyes después de años de fingir que todo está bien, que puedes con esto, que mañana será diferente. Sentí el sabor metálico del producto en los labios—ese sabor a mentira que ya no podía sostener.

Gertrudis—setenta años de juicios morales empaquetados en un cuerpo de metro cincuenta—me devolvió la sonrisa con esa expresión perfeccionada a través de décadas: desaprobación disfrazada de preocupación maternal. Llevaba un pañuelo de seda atado al cuello, ligeramente desgastado en los bordes, como si lo hubiera usado desde los ochenta y no tuviera intención de reemplazarlo.

—Te ves cansada, hijita. —Tocó mi mano con dedos de papel arrugado, fríos como monedas viejas—. ¿Estás comiendo bien?

¿Estoy comiendo bien?
La pregunta flotó en el aire junto al olor a perfume de lilas que Gertrudis usaba con generosidad homicida—ese aroma dulzón que se pegaba a la ropa y no se iba ni con dos lavadas.

Anoche comí arroz con huevo. Jimena comió arroz con huevo y salchicha. Yo le di mi salchicha diciéndole que no me gustaban. Ella tiene siete años y todavía me cree cuando miento sobre la comida—sus ojos brillan con esa confianza ciega que solo los niños pueden dar.

—Estoy perfecta, Gertrudis. Solo un poco de sueño.
Mentira número uno del día. Aún no eran las diez de la mañana.

El aire de la tienda era pesado, saturado por la mezcla sintética de mil perfumes y el zumbido constante de los fluorescentes—ese zumbido que te entra en los dientes y no te deja pensar.

—¡MARÍA FERNANDA!
La voz de Mireya atravesó el pasillo como bisturí atravesando tejido blando. Precisa. Afilada. Dolorosa.

Su silueta apareció en el extremo del corredor de cremas antiedad, brazos cruzados, con esa expresión cultivada tras quince años de gerenciar locales de cosméticos en centros comerciales de medio pelo. Tenía las uñas recién hechas—ese rosa pálido que solo se consigue en salones donde te cobran por respirar el aire.

—¿Otra vez sin labios? ¿Quieres que los clientes piensen que vendemos pobreza?

Pobreza.
La palabra quedó flotando entre los estantes. Entre las cremas que prometían "rejuvenecer diez años" y los serums que juraban "despertar tu piel radiante." Entre las promesas embotelladas que costaban más que mi salario semanal y la realidad de que yo misma no podía permitirme ninguna—ni siquiera la muestra de prueba.

—Claro, porque el brillo de labios disparará las ventas —murmuré.
Pero el sarcasmo me supo a ceniza. A derrota temprana. A rendición disfrazada de rebeldía.

Gertrudis me apretó la mano, incómoda. Murmuró algo sobre volver después y salió con su andar de pájaro asustado—pequeños pasos rápidos, como si temiera que el suelo se la tragara. El timbre sonó con alegría obscena.
Ding-ding.

"No puedes maquillar la pobreza con labial caro. Pero puedes disfrazarla el tiempo suficiente para que nadie—ni siquiera tú—admita que está ahí, comiéndote viva desde adentro."

2.2: Cuando Los Sueños Se Esconden Bajo Las Facturas Impagas

Me quedé sola en el pasillo.
Sola con Mireya mirándome desde la caja. Sola con mi reflejo fragmentado en los espejos—cien versiones de mí, todas cansadas, ninguna completa. Sola con la verdad que me quemaba la garganta:

Sí. Sí quiero que piensen que no soy pobre.
Quiero que piensen que tengo control sobre mi vida. Que mis decisiones importan. Que no me desperté esta madrugada a las 4:37—lo sé porque miré el reloj del microondas mientras el corazón me golpeaba las costillas como si quisiera escapar—porque Jimena estaba teniendo un sueño.

No era pesadilla.
Era un sueño feliz.
Soñaba con un pato heladero que vendía helados de todos los colores en un parque donde nunca habíamos ido. Se reía dormida. Esa risa de campanita que tienen los niños cuando aún no saben que la felicidad es un recurso no renovable.

Y yo estaba despierta en la oscuridad, con mi teléfono iluminando mi cara como fantasma, calculando si podía pagar los útiles escolares para el próximo semestre o el gas que se acabaría en una semana.
El brillo de la pantalla me quemaba los ojos. Los números se movían como insectos.

No ambos.
Nunca ambos.
Siempre una elección. Siempre un sacrificio. Siempre la ecuación imposible de las madres solas: ¿Qué corto primero, la carne o el hueso?

Pero mientras hacía esos cálculos—mientras sumaba cifras que nunca daban, mientras restaba esperanzas como si fueran gastos variables—, pensé en otra cosa.
En el cuaderno rojo.

Lo escondo en la mesita de noche, entre las facturas atrasadas y el libro de cuentos de Jimena. "La princesa que no necesitaba ser rescatada", su favorito. Lo hemos leído tantas veces que las páginas están suaves como tela, las esquinas dobladas por dedos pequeños que aún creen en finales felices.

Debajo del libro, envuelto en una bolsa plástica como si fuera contrabando—esa bolsa de supermercado con el logo desgastado—está el cuaderno rojo.
La tapa está manchada de café. Las esquinas dobladas. Las páginas arrugadas por el sudor de mis manos.

Ahí guardé mi sueño más peligroso. El que no me atrevo a pronunciar en voz alta porque las palabras le dan peso a las cosas y el peso te obliga a cargarlas o soltarlas.

Una cafetería-librería.
No una de esas pretenciosas con mesas de mármol y café de cinco dólares. Una real. Una para madres como yo. Un lugar donde puedas sentarte cinco minutos—cinco malditos minutos—sin que la culpa te corroa el pecho como ácido.

Donde los niños tengan una esquina con libros suaves y crayones que no cuesten una fortuna. Donde las mamás puedan tomar café tibio—porque nunca te lo terminas caliente cuando eres madre—y respirar.
No solo sobrevivir.
Respirar.



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En el texto hay: superacion, drama, accion

Editado: 27.10.2025

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