Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 1

No recuerdo la primera vez que me dijeron que las mujeres debíamos esperar pacientemente a que nos eligieran. Debe haber sido en la mesa familiar, entre la sopa aguada y la voz de mi madre repitiendo los mismos sermones que le enseñaron a ella: “Una dama no corre tras un hombre, una dama sabe cuándo callar, una dama espera ser escogida”. Yo asentía en silencio, porque desde niña comprendí algo que nadie parecía entender: esperar no sirve de nada si no tienes un plan.

Y yo siempre tuve un plan.

Lo vi por primera vez cuando aún éramos adolescentes. Él, con esa aura de perfección que me daba ganas de reír y de arrancarle la corbata para ver si debajo se escondía un humano de verdad. El heredero intocable, el hijo obediente, el muchacho al que todos saludaban como si fuera un rey en entrenamiento. Y ahí estaba yo, la descarada que nunca encajaba del todo en los moldes, la que lo miraba con descaro cuando él apenas se atrevía a sostener la mirada. Desde entonces supe que, tarde o temprano, sería mío.

El problema era el guion que otros habían escrito para él. Sus padres, sus asesores, sus socios, su apellido. Todo estaba predeterminado: qué estudiar, a quién frecuentar, hasta con quién casarse. Y sí, cumplió a la perfección. Como un soldado entrenado para obedecer. Hasta que llegó el desastre: su boda arreglada, ese espectáculo ridículo donde todos aplaudían como si presenciaran un cuento de hadas y yo sabía que era una farsa.

Lo observé caminar al altar con esa sonrisa muerta que solo los necios confunden con felicidad. Yo no lo odié por casarse, no. Lo odié por no rebelarse. Por dejar que lo usaran como moneda de cambio. Por olvidar que, al final del día, su vida le pertenecía solo a él… y, en cierta forma, también a mí.

Pero los hilos que otros controlan siempre terminan rompiéndose. Y cuando se rompieron, yo estaba lista.

El escándalo llegó como una tormenta anunciada: anulación, rumores, titulares venenosos. “El heredero que nunca consumó su matrimonio”. La prensa devoró su humillación con la misma rapidez con la que antes lo habían coronado príncipe perfecto. Sus amigos lo miraban con lástima, su padre con desprecio, su madre con resignación. Y yo… yo lo miraba con hambre.

Porque mientras todos veían su caída, yo veía mi oportunidad.

Ese fue el día en que entendí que el tiempo de esperar había terminado. Que la niña que garabateaba su nombre en cuadernos secretos se había convertido en una mujer que no pide permiso. Ya no se trataba de mirar desde lejos: era el momento de entrar en su vida, de arrancar las piezas que no servían y quedarme con lo que realmente importaba.

Él creyó que el escándalo lo había dejado libre. Pobrecito. No tenía idea de que, en realidad, lo había dejado expuesto. Y lo expuesto se caza con facilidad.

Lo busqué con la calma de quien lleva años ensayando cada movimiento. No me presenté como una salvadora noble ni como una amiga fiel. Me mostré como lo que soy: alguien que sabe lo que quiere y que no va a fingir modestia. Y aunque me recibió con desconfianza, con esa rigidez que tanto esfuerzo le costaba mantener, sus ojos lo traicionaban. Porque los cuerpos nunca saben mentir. Y el suyo ardía cada vez que yo me acercaba.

No necesitaba que me lo dijera. Bastaba con la forma en que apretaba la mandíbula, la manera en que desviaba la mirada justo antes de caer en mis ojos, el temblor casi invisible de sus manos. Todos esos gestos eran confesiones mudas. Y yo, experta en descifrarlo, recogía cada una como pruebas de un crimen del que él nunca podría escapar.

Me divertía verlo intentar resistir. Lo hacía con tanta seriedad que casi me daba ternura. “No, no quiero esto”, “no es correcto”, “tengo que pensar”. Palabras, solo palabras. Mientras tanto, su respiración lo delataba, sus mejillas se encendían, y cada músculo de su cuerpo gritaba lo contrario.

Yo no tengo prisa. Aprendí a esperar. Pero esperar no significa ser pasiva: significa saber cuándo moverse. Y ese era mi momento.

No vine a ofrecerle lástima. No vine a consolarlo con frases vacías ni a recordarle que “todo pasa”. Vine a recordarle lo que siempre supo: que su vida podía ser distinta, siempre y cuando me dejara a mí tomar el timón. Y lo mejor de todo es que, aunque al principio no lo entienda, terminará agradeciéndolo.

Porque el mundo lo dejó caer.
Y yo soy la única que está dispuesta a sostenerlo.

Claro, no gratis.

Yo no doy sin recibir. No rescato sin reclamar. No abrazo sin apretar. Y cuando digo que será mío, no hablo en metáforas dulces: hablo en contratos, en promesas, en noches de fuego y en mañanas donde su nombre y el mío ya no puedan separarse.

Algunos pensarán que exagero. Que la obsesión no es amor. Que la posesión no es cuidado. Pobres ingenuos. Ellos nunca sintieron lo que yo sentí desde el primer día: esa certeza feroz de que había encontrado a la única persona capaz de encenderme el alma. Y cuando lo encuentras, ¿qué otra opción hay sino luchar hasta el final?

Sí, lo vi caer. Sí, aproveché su caída. Y sí, lo voy a atrapar.
Porque la libertad que él tanto cree buscar no existe lejos de mí.

Y cuando entienda eso, cuando finalmente lo acepte, no habrá poder ni apellido ni padre tirano que lo aparte de mi lado. Porque ya no será cuestión de elección: será destino.

El mío.
El suyo.
El nuestro.

El sonido de los titulares fue mi despertador esa mañana: notificaciones vibrando sobre la mesa de noche, pantallas con letras grotescamente grandes, fotos robadas, voces que disentían entre pity y morbo. El heredero anulado, El matrimonio que jamás fue, ¿Virilidad en duda o libertad recién nacida?; cada variación era un ladrillo más en la pared de vergüenza que intentaban levantar a su alrededor. A mí no me intimidan las paredes. Me intrigan. Siempre tienen una puerta oculta.

Café. Labial. Traje que grita “sé hacerte un favor que no sabías que necesitabas”. Revisé por última vez mi plan escrito a mano, con esas letras apretadas que guardo para mis asuntos importantes: tres columnas, siete escenarios posibles, dos salidas por si la familia decide sentirse creativa. No he llegado hasta aquí por improvisar; llegué por estudiar el tablero hasta saber cuántas veces voy a mover cada pieza. Y hoy tocaba la primera jugada visible.




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