Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 3

Los días empiezan a parecerse cuando uno aprende a elegirlos. Podría decir que amaneció como siempre: luz pasando por las cortinas, olor a café, el rumor distante de una ciudad que no me pide permiso. Pero no. A veces la normalidad trae consigo una carta escondida, y la de hoy venía con membrete y cinismo: a las ocho y cuarto, mi correo sonó con un asunto tan sobrio que olía a pólvora: “Notificación de medidas cautelares”. Qué ternura su sentido del humor.

Lo abrí con la misma ceremonia con la que se descorcha una botella: esperando el estallido controlado. Dentro, un PDF impecable, curado por abogados que creen que las leyes son hechizos. Decía, con ese tono de misa y amenaza, que la familia solicitaba medidas para “proteger el patrimonio, la reputación y el bienestar psicológico” del heredero—tal cual—, especificando que cualquier persona “ajena al círculo familiar” que “interfiriera con procesos de reconciliación” podría incurrir en “responsabilidad civil y penal”. Firmado por un bufete que manda flores por la mañana y cobra funerales por la tarde.

—¿Qué es esa cara? —preguntó él desde la puerta de la cocina, aún con la marca de la almohada en la mejilla.

—Un ramo de flores con tarjeta de condolencias —le tendí el portátil—. Han decidido que te protegen de ti y de mí. Encantador.

Leyó en silencio. No pestañeó. Entonces supe que el entrenamiento estaba funcionando: ya no lo derribaba la retórica. Solo la leía como lo que era: una técnica de intimidación con corbata.

—¿Qué hacemos? —preguntó sin pánico.

—Lo que haría cualquier pareja normal ante una medida cautelar absurda —respondí, sirviendo café—. Desayunar.

Se rió, primero por reflejo, luego de verdad. Ese “de verdad” me acomodó el mundo en su sitio. Comimos en la mesa chica, con mermelada sobre pan que hace migas sin pedir permiso. Mientras untaba, le dije:

—Hoy tenemos tres cosas. Uno: bloquear el camino legal sin darle espectáculo al enemigo. Dos: desactivar el intento de lincharte en esa reunión de consejo que han reprogramado para las cuatro. Tres: que toques la guitarra media hora al sol. Eso último es obligatorio.

—¿Y en qué orden? —preguntó, ya con lápiz en mano, porque la libertad también se aprende tomando notas.

—En el que yo diga. —Le guiñé, pero no bromeaba. Lo levanté de la silla con una palmada—. Vístete. Vamos de visita.

Visitar, en nuestro diccionario, no significa pasear. Significa entrar a la madriguera con una linterna y una sonrisa. Llegamos al edificio del bufete con la puntualidad obsesiva que me reserva para estas entradas. Yo con traje oscuro, coleta tirante, labios en rojo que firman más fuerte que cualquier bolígrafo; él con camisa de lino, sin corbata, limpio pero humano. Los pasillos olían a madera encerada y autoridad recién aspirada. Nos recibió un socio junior con ojos de perro que aprendió a no mover la cola.

—La señora tiene una cita con el doctor *** —anunció la recepcionista, leyendo mi correo con la reverencia de quien pronuncia un conjuro.

—La señora no tiene tiempo —respondí con educación que hiere—. Dígale al doctor que ya llegué.

Nos hicieron pasar a una sala que se cree importante porque tiene vista a la ciudad. Me quité el abrigo sin prisa. Coloqué el teléfono boca abajo. Saqué de la carpeta una copia impresa de la notificación—sí, impresa; a veces hay que hablar el idioma del enemigo—y la dejé en el centro de la mesa con la delicadeza con que se deja un bisturí.

Entró el doctor *** con la sonrisa de quien sabe perder y ha patentado el gesto para que parezca estrategia. Tras él, un asistente con mirada de catálogo y, curiosamente, una psicóloga. Sí, habían traído a una psicóloga a nuestra cita: el teatro necesita telón y coro.

—Señora… —empezó.

—Señor —corté—. Está a punto de intentar intimidarnos amparándose en palabras como bienestar, cautela y familia. Ahórrese cincuenta minutos. Vaya al segundo acto, donde yo le digo que su medida carece de fundamento, porque no hay daño concreto, no hay vínculo contractual que me obligue a nada, y el adulto al que ustedes tratan como menor ha decidido por sí mismo. Entonces usted se enfada, yo sonrío, mi compañero se mantiene en silencio y, al final, usted propone “una solución dialogada”. ¿Quiere que saltamos ahí?

El asistente tragó. El doctor miró a la psicóloga, que no sonrió. La psicóloga me gustó: tenía ojos de quien ha visto demasiados salvadores con nudo Windsor. Él, a mi lado, permanecía con las manos sobre las rodillas, respirando—no envalentonado, no humillado. Respirando. Me enorgullecí como una madre mala.

—Nos preocupa —comenzó el doctor, saltando, obediente, a mi escena— la presión mediática y el impacto emocional. Creemos que una pausa…

—El impacto emocional no se resuelve anulando su voluntad —intervino la psicóloga, antes de que yo tuviera que hacerlo. Me sorprendió para bien—. Y, si me permite el comentario, él está presente, adulto y sin signos de coacción visibles.

—Gracias —le dije, mirándola con respeto real. Volví al doctor—. Le evitaré esquelas legales: la cautelar no prospera. No la alimentaremos con nuestras palabras. Enviaremos un escrito al juzgado que diga lo imprescindible y ninguna coma más. Si se sienten tentados a convertir esto en show, recuerden que su cliente también tiene una reputación que proteger: la de no comportarse como alguien que denuncia cuando un hijo decide cambiar de casa. Hagan su trabajo. Nosotros haremos el nuestro.

El doctor intentó un último giro: dijo patrimonio como quien pronuncia apocalipsis. Señalé a él, a mi lado:

—Su patrimonio, por ahora, es su guitarra y dos maletas. El resto es cenografía. Abandonen la escenografía si quieren discutir a la persona.

La reunión duró treinta y siete minutos. Salimos con el mismo número de pulso con el que entramos. En el ascensor, él exhaló risa. Ese sonido es droga dura.




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