El amanecer no trajo luz inocente. No fue de esos días que se abren con canto de pájaros y olor a pan. No. Este amanecer pesaba como el filo de un cuchillo escondido bajo la almohada. Lo supe antes de abrir los ojos: algo había cambiado en el aire, una densidad distinta, como si las paredes de la casa escucharan demasiado. Y no me equivoqué.
Él estaba en la cocina antes que yo. Café ya servido, guitarra apoyada en la silla, los brazos cruzados sobre la mesa como si llevara horas pensando. Lo observé desde el marco de la puerta, y fue ahí cuando vi la grieta. No era debilidad. Era contención. Y de pronto lo entendí: no era un hombre moldeado por otros, era un hombre que se había dejado encadenar a propósito. Un lobo disfrazado de cordero, esperando.
—Hoy madrugaste —le dije, entrando sin ruido.
Alzó la mirada. Había un brillo extraño en sus ojos. No el del cansancio, no el de la obediencia rota, sino otro: un fuego antiguo, como brasas guardadas bajo ceniza.
—No dormí —respondió.
—¿Pensando?
—Recordando —dijo, y su voz me atravesó como un secreto anunciado demasiado tarde.
Me senté frente a él. No me sonrió. Tampoco me evitó. Solo me sostuvo la mirada con una firmeza que no le había visto nunca. Por primera vez, tuve la sensación de que el tablero no era solo mío.
—¿Qué recordabas? —pregunté, jugando con la taza roja entre las manos.
Se inclinó hacia adelante.
—A ti.
La palabra me golpeó más fuerte que cualquier amenaza de su familia. Quise soltar una carcajada sarcástica, como siempre, pero me quedé en silencio. Y ese silencio se volvió el campo perfecto para su confesión.
—Creías que me manipulaban —siguió—, que era un hijo obediente, un muñeco vestido de traje. Y dejé que lo pensaras. Dejé que lo pensaran todos. Porque si me rebelaba antes, te arrastraban conmigo.
Lo miré fijo. No parpadeé. Quería medir la verdad en cada sílaba.
—¿Qué me estás diciendo? —murmuré.
—Que nunca fui indiferente. Que siempre te quise con la misma fuerza que tú me reclamabas desde lejos. Pero no podía moverme. Si lo hacía, te destruían. Así que me dejé atar. Acepté ese matrimonio. No porque lo quisiera, sino porque sabía que, si no lo hacía, ellos irían a por ti.
Tragué saliva. La ironía fácil que siempre me salvaba no salió esta vez. Había esperado años para escucharlo, y ahora que lo decía, me ardía en el pecho como fuego líquido.
—¿Y qué cambió? —pregunté al fin.
—Que ya puedo protegerte —dijo, sin temblar—. Que ahora no me importa incendiarlo todo.
La cocina se llenó de un silencio más ruidoso que cualquier grito. Yo quería sentir victoria, pero lo que me atravesó fue otra cosa: miedo y deseo al mismo tiempo. Porque si yo era la cazadora, acababa de descubrir que mi presa llevaba los colmillos escondidos.
El resto de la mañana fue un juego de espejos. Él se movía por la casa con calma, pero con un aire distinto: menos huésped, más dueño. Abría puertas sin preguntar, encendía la grabadora solo para escuchar su voz repetir su nombre, dejaba la guitarra en medio de la sala como si marcara territorio. Yo lo observaba y pensaba: este hombre ha estado planeando su propia guerra en silencio.
A mediodía, mientras cortaba pan, soltó otra bomba.
—¿Sabes por qué acepté casarme con ella?
Me tensé. No le gustaba hablar de esa unión muerta.
—Por conveniencia —dije, intentando sonar indiferente.
Negó despacio.
—Por amenaza. Me dijeron que si me negaba, tú pagarías las consecuencias. No con palabras bonitas, no con castigos leves. Sabía de lo que eran capaces. Y yo… yo no podía arriesgarte.
El cuchillo tembló un segundo en mi mano.
—¿A mí? —pregunté, con un hilo de voz.
—A ti —afirmó, y sus ojos no dejaron lugar a dudas—. Nunca se lo dije a nadie. Lo cargué solo. Dejé que creyeran que era un cobarde, un hijo obediente, un hombre vacío. Todo para mantenerte lejos de sus manos.
El pan se desmigajó sobre la mesa. Yo lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. Y quizá no lo había hecho. Quizá todo este tiempo había estado enamorada de una máscara que él mismo se puso para salvarme.
—Así que no eras débil —dije, con un intento de risa amarga.
—No —replicó con firmeza—. Solo estaba conteniéndome.
La tarde fue un choque de voluntades. Yo intentaba recuperar el control de la narrativa, soltar frases sarcásticas, marcar reglas. Pero él me respondía con la misma moneda.
—No dejes la guitarra ahí —le ordené, señalando el sofá.
—No me digas dónde dejar lo que es mío —contestó, sin levantar la voz.
O cuando le marqué el tiempo de la cena:
—Comemos a las siete.
—Comemos cuando tengamos hambre —replicó, mirándome fijo.
Era como jugar ajedrez contra alguien que de repente conoce todas tus jugadas. Y lejos de enfurecerme, me encendía por dentro. Porque ese era el hombre que yo había querido siempre: no un heredero manipulado, sino un villano contenido, un lobo disfrazado.
Al anochecer, subimos a la azotea. Llevamos vino, como siempre, pero esta vez no hubo risas fáciles ni canciones torpes. Se quedó de pie frente al borde, mirando la ciudad iluminada, y yo detrás, observando cómo el viento le alborotaba el cabello.
—¿Sabes por qué no te solté nunca? —me dijo, sin girarse.
—¿Por obsesión? —respondí, medio en burla.
—Porque nadie más sabe quién soy de verdad —susurró—. Porque contigo nunca tuve que fingir. Y porque, aunque no lo digas, tú también me necesitas como yo a ti.
Se giró entonces. La mirada que me clavó no era de súplica, ni de devoción. Era de posesión. Como si por fin dejara de esconder el monstruo.
—Te advertí que soy peligroso —añadió.
—Yo también —repliqué, acercándome.
Y fue en ese instante, bajo las luces de la ciudad, cuando lo entendí todo: nuestra historia no era de presa y cazador. Era de dos villanos que habían esperado demasiado para arrancarse las máscaras.