El quinto día amaneció con descaro. El sol se metió por la ventana como invitado sin cita, el olor a café se paseó por la cocina como si fuera su sala, y yo… yo me desperté con una sonrisa que no le pertenece a ninguna santa. ¿Razón? Anoche dormí con una certeza peligrosa: él y yo ya no estamos practicando una guerra fría; estamos ensayando un incendio con salidas de emergencia que nadie piensa usar.
Hice café —yo roja, él azul— y dejé las tazas en la mesa como dos piezas que ya se reconocen. Cuando apareció por el pasillo, despeinado y con esa camiseta que debería estar prohibida por ley porque me hace pensar en cosas que la urbanidad no aprueba antes del desayuno, fingí normalidad. Los villanos también merecen el teatro de la sobriedad.
—¿Dormiste? —pregunté, sabiendo la respuesta.
—Dormí contigo en la cabeza —dijo, y ahí se me cayó toda la sobriedad en un golpe seco.
No me di por aludida. Yo soy buena haciendo como que nada me afecta mientras por dentro hago malabares con antorchas.
—Hoy trabajamos media mañana, luego almuerzo, siesta ilegal y… —lo miré de reojo— práctica de cuidado mutuo.
—Eso suena a cita —se apoyó en el marco con esa sonrisa que nadie le enseñó, la que le nace cuando ya sabe que ganará.
—Eso suena a manual —contrataqué—. Y el manual lo escribo yo.
Se acercó, tomó mi taza roja, bebió un sorbo y me la devolvió con un “gracias” que me recorrió como un dedo por la espalda. El descaro. El atrevimiento. La audacia de usar mi taza como si fuera su pasaporte. No dije nada, pero mi cuaderno lo anotó solo: confianza insolente = combustible.
Decidimos salir a la calle sin planes. Caminamos. El mundo era menos hostil que otros días; quizá porque la gente a veces huele cuando los incendios están controlados. Compramos pan en una panadería donde el panadero imita mal a los franceses —los acentos de mentira son mis favoritos— y una bolsa de cerezas que parecían pintadas. Él cargó las bolsas “porque sí”. Discutí por deporte y para mirarle las manos.
—No hagas eso —le dije, mirando el peso en sus dedos.
—¿Qué? ¿Cargar? —preguntó mientras sonreía sin arrepentimiento.
—Ser útil. Me obliga a quererte —respondí, y él soltó una risa que me hizo prometer otras tonterías.
Volvimos por una calle donde los balcones cuelgan ropa como banderas. La señora del segundo saludó con una sonrisa que dijo “tengan cuidado” sin palabras. Yo saludé como quien firma alianzas con vecinas sabias. Él apretó el paso, bajito, y me dijo:
—Me gusta cuando haces pactos invisibles.
—A mí me gusta cuando me sigues el paso sin preguntar —le dije—. Dicen que el amor es complejo; para mí es logística.
—Entonces estoy perdido —rió—. Jamás he sido bueno con manuales.
—Yo sí. Te traduzco el mundo en viñetas.
—Perfecto —su voz bajó medio tono—. Traduce esto: quiero besarte justo aquí, a plena luz.
La logística se me cayó al suelo como una agenda pesada. La recogí con dignidad (mentira: con torpeza), le ofrecí una cereza y respondí:
—Traducción: lo harás en casa. Y con postre.
En casa, la cocina fue escenario de una comedia romántica escrita por dos villanos. Son el género que nadie pidió y que ahora todo el mundo va a querer. Llevé el pan a la mesa. Él lavó las cerezas, intentando no ahogarlas. Yo me reí. Él se vengó con una, roja y exacta, que me dejó en los labios. La mordí en silencio. El jugo me tiñó la lengua. Se mordió el labio como si de pronto tuviera sed. Y no de agua.
—Esto es injusto —dijo.
—Todo lo bueno lo es —respondí, aún masticando.
Se acercó. No demasiado; la distancia justa para que el aire se pusiera denso. Con la yema del dedo retiró una gota de jugo en la comisura de mi boca. El dedo viajó a su propio labio, y ese gesto, pequeño, fue peor que cualquier promesa. O mejor. No definí.
—Te estás luciendo —dije con sarcasmo.
—Me estoy conteniendo —corrigió, y su voz se paró a centímetros de convertirse en acción.
Decidí subir el tono, meloso y malicioso a la vez, que en esto también tengo talento. Sirví pan, miel, un queso suave que compramos por impulso. Nada dice “trampa” como una mesa con comida que se come con las manos. Compartimos el pan sin pudor, nos manchamos la miel (“no te muevas, tienes… ahí”, “déjame”), y la risa vino a salvarnos del incendio. O a avivarlo. Depende a quién le preguntes.
—No me mires así —dijo él, como quien advierte a un abismo.
—¿Así cómo?
—Como si ya hubieras probado todo esto tres capítulos más adelante.
—Tal vez ya lo escribí —confesé.
—Entonces dame mi párrafo —pidió, ávido y con humor.
—Gánatelo.
Se inclinó, tan despacio que la paciencia se volvió arte. Besó justo donde yo había dejado la miel, no en la boca, no en la mejilla: en el borde, el territorio que no es ninguno y es todos. Calor eléctrico. Respiré. No supe si me reí o gemí. No importa. Los dos idiomas se parecen cuando la gramática pierde el pudor.
—Párrafo uno —musitó.
Yo, por amor propio, rescaté un chiste:
—Ortografía impecable.
—Y puntuación peligrosa —añadió, y ahí supe que me iba a costar fingir que mando siempre.
Después del almuerzo, decreté siesta. No por sueño, por deporte. La gente cree que la siesta es descanso; para mí es disciplina. Lo llevé al sofá. Él obedeció con una insolencia tranquila que decía “sé que no es una siesta”. Puse una manta ligera que huele a lavanda y tardes limpias.
—Regla de siesta —anuncié—: no tocar. Solo mirar. Nivel difícil.
—Acepto —dijo. Mintió. Yo también.
Nos acomodamos espalda con sofá, hombro con hombro, respiración aprendiendo coreografía. El primer minuto fue risa. El segundo, silencio. El tercero, tortura. El cuarto, una bendición rara: el cuerpo entendiendo que la cercanía sin contacto es una forma de contacto. La siesta no vino; vino algo mejor: una calma con pulso rápido. Me giré apenas, nariz a nariz, y dije muy bajito: