Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 6

Desperté con el olor a café y la certeza de un crimen perfecto: habíamos dormido juntos en el sofá, con la manta hecha un ovillo y la tele aún parloteando, y nadie —ni el mundo, ni los doctores de la moral, ni el apellido que pesa como un mueble antiguo— había conseguido arruinarnos el amanecer. Abrí los ojos y lo vi a medio metro, de lado, con el brazo por encima de la cabeza y el cabello indomable, como un santo desobediente. Sonreí sin permiso.

—No me mires con esa cara —murmuró, aún sin abrir los ojos—. Me vas a obligar a ser cursi antes del café.

—Demasiado tarde —le toqué la punta de la nariz—. El café ya está.

—Entonces estoy perdido —abrió un ojo—. Porque contigo empiezo cursi y termino en pecado.

Me reí, bajito, para no espantar la ternura. Me incorporé con cuidado —la manta decidió traicionarme y casi me caigo—, él me sostuvo de la cintura con la rapidez de quien ya aprendió mi gravedad. No hubo beso. Hubo algo peor (mejor): ese roce inevitable que enciende todo el día como una mecha.

En la cocina, dejé su taza azul a la derecha, la mía roja a la izquierda. Pan tostado, mermelada, una fruta cortada con torpeza para que recuerde que no necesito perfección cuando tengo ganas. Él entró descalzo, se rascó la nuca y me miró con esa mezcla de devoción y malicia que ya no intenta esconder.

—No puedo creer que ayer nos besamos por fin —dijo, como si lo estuviera contando a un jurado invisible.

—Yo sí puedo —serví café—. Llevo escribiéndolo desde el capítulo uno.

—Y yo guardándolo desde la adolescencia —tomó la taza—. Si esto fuera una serie, yo soy el villano que por fin se ganó su spin-off.

—Y yo la villana que no piensa cancelarte la temporada —repuse.

Brindamos con café, torpemente solemnes, y nos sentamos a desayunar como dos humanos que juegan a la normalidad. No duró. Él me empujó con el pie bajo la mesa; yo le robé la mitad del pan; él me limpió una migaja de la comisura con el pulgar; yo fingí que no me derretí. Lo de siempre, pero al cuadrado.

—Tengo una propuesta indecente para media mañana —anunció, mordiéndole la esquina al pan como si practicara con mi paciencia.

—Dámela en formato presentable —crucé las piernas despacio, por deporte.

—Punto uno: tú trabajas en tu cuaderno. Punto dos: yo toco junto a ti sin molestar. Punto tres: cada vez que te interrumpa, me cobras una prenda.

—Eso no es presentable —dije, con la severidad que uso cuando no quiero que se me note la sonrisa.

—Fue lo mejor que pude hacer —alzó las manos—. Soy músico, no notario.

—Aprobado el punto uno. El dos dependerá de tu volumen. El tres… —lo miré por encima de la taza— está en revisión.

—Soy paciente —dijo, y clavó la mirada en mi boca—. Y persistente.

—Y provocador.

—Y tuyo.

Tragué café por la ruta equivocada. Tosí. Él me palmoteó la espalda con la suavidad justa para que no me ofendiera. La palabra “tuyo” se me quedó en la garganta, como miel que arde.

Trabajamos una hora, de verdad. Yo escribí: líneas, ideas, posibles giros, una tabla con tiempos y cicatrices. Él aflojó las cuerdas, afinó, encontró acordes que parecían conversaciones a media luz; a ratos, una melodía se me pegaba a la muñeca y me torcía la caligrafía. Sin hablar, nos citábamos: yo con el bolígrafo, él con el pulgar rozando la sexta.

En un momento, la guitarra calló. Sentí su sombra recortarse a mi lado. No me tocó. Dejó caer su voz como una manta.

—Dime que hoy también hay siesta con reglas —susurró.

—Hoy todo tiene reglas —repuse.

—Incluidos los besos.

—Especialmente los besos.

—¿Y cuáles son?

—Que no empiecen cuando tenemos las manos sucias de mermelada.

—Entonces me lavo —dijo, riendo.

—Y que no terminen hasta que me quede sin argumentos.

—Eso sí sabré hacerlo.

Supe también —tan nítido que casi me dio miedo— que podía. Podía discutirme hasta el último argumento, dejarme con un “…” en el cuaderno y una respiración que pidiera misericordia. Me salvó el timbre. Suena a milagro cuando suena a tiempo.

Nos miramos como dos cómplices que ya se conocen la trampa del destino. No abrí de inmediato. Miré por la mirilla: un sobre diplomático, traje azul, sonrisa de mármol. El mensajero de su padre. Otra vez.

—¿Hago teatro o mato la función? —pregunté, sin apartarme de la puerta.

—Déjame —dijo él, y hubo un cambio leve en la habitación: el aire aprendió otra palabra para nombrarlo.

Abrió. Sonrió como se sonríe en los funerales: solo para que conste. El mensajero intentó pasar de largo; él se lo impidió con un gesto que no levantó polvo pero movió montañas.

—El señor envía esto —dijo el hombre, extendiendo el sobre—. Urgente.

—La urgencia es una manera elegante de pedir perdón —respondió él, sin tomarlo.

—Es… importante.

—No tengo apuro.

Se hizo un silencio de mármol. Yo observaba desde la cocina con una mano en el respaldo de la silla, la otra en el cuaderno, lista para anotar la caída del imperio (exagero: la caída de una costumbre). Al final, el mensajero dejó el sobre en la consola, como quien deposita un animal que muerde en una jaula. Se retiró con el mismo respeto que trae. La puerta cerró. La casa respiró.

—¿Lo abrimos? —pregunté.

—Lo quemamos —dijo él, sin mirar el sobre.

—Me vuelves romántica.

—Te vuelvo precisa —corrigió, y me dolió de lo bien que me conoce.

Lo lanzamos a la chimenea. El papel crujió con esa grosería deliciosa que tienen las cosas que se creían eternas. No celebramos. No era un show. Fue una higiene.

—Ahora sí —dijo, volviendo con mi cuaderno y su guitarra—. Siesta con reglas.

—Una hora —marqué en voz alta—. Cero toques… en teoría.

—En la práctica —se recostó—, discutimos la letra pequeña.

Nos tendimos en el sofá. Una manta. Dos cuerpos que ya saben dónde acomodarse sin pedir manual. Cierro los ojos y me acuerdo de sus pestañas rozándome la sien, de mi rodilla buscándole la cadera y quedándose a medio camino por cortesía. Qué comedia tan decente y qué decencia tan indecente.




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