Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 7

La mañana se presentó con esa luz franca que entra bajo la cortina como un gato curioso. Primero fue el rumor de la cafetera —el goteo que marca el pulso de la casa— y luego un tarareo grave desde el cuarto del fondo, apenas dos notas que subían y bajaban como si se persiguieran. Me quedé respirando boca arriba, dejando que la manta pesara lo justo sobre el pecho. Sentí el olor temprano del pan tostado y, por un instante, me regalé el lujo de creer que las calles no existían, que no hay periódicos ni cámaras ni cartas dobladas con prisa; sólo lo nuestro, con su temperatura exacta.

Me levanté sin hacer ruido. La madera aceptó mis pasos descalzos, y en la cocina lo encontré de espaldas, una camiseta que le caía con descuido y la postura de quien todavía no ha decidido si el día será obediente. Tenía la cuchara hundida en el frasco de mermelada como si estuviera resolviendo una ecuación. El vapor de la cafetera formaba una nube pequeña que olía a presente.

—Buenos días, villana —dijo, sin girarse, como si hubiera adivinado mi mirada en la nuca.

—Buenos días, obsesivo —respondí, colocando su taza azul a la derecha y la mía roja a la izquierda, el mismo orden de siempre. No es capricho; es un modo secreto de decir “aquí estás”.

Serví café con una parsimonia casi religiosa, pelear con la mantequilla fría me devolvió a tierra, y la fruta se rindió en trozos algo torpes. Él volvió el rostro sólo lo suficiente para sonreír, y el gesto me desordenó algo dentro, una mezcla de ternura y alerta que ya reconozco cuando amanece.

—Si repites ese compás otra vez, se me quema el pan —advertí, fingiendo severidad.

—Lo sé —contestó, y repitió el compás.

Le lancé una uva; la atrapó con la boca y no le aplaudí. En su lugar, deslicé la tostada más dorada hacia su plato. Nos sentamos frente a frente, y por un momento fuimos exactamente eso: dos personas desayunando, el mundo entero reducido a una mesa con migas.

—Tengo un plan indecente —anunció, levantando la taza para tostar el aire.

—Dilo en mi idioma —pedí, antes de beber.

—Salir sin plan. Practicar la invisibilidad en un café mediocre. Ir al mercado y rescatar tomates feos. Comprar flores sin ocasión. Y, si aparece el mundo, reírnos primero y contestar después.

—Aprendes rápido. Añade una condición: helado antes del mediodía. Necesito pruebas materiales de la indecencia.

—Firmo con ambas manos —dijo, y sonó a promesa útil.

Salimos con lo imprescindible: llaves, billetera, una bolsa de tela con los bordes un poco gastados y la risita que se queda pegada cuando lo cotidiano te mira bien. El sol no tenía prisa; nosotros tampoco.

El barrio ya estaba despierto con su coreografía amable. La vecina del tercero lustraba hojas con paciencia, el gato de la ventana nos juzgó sin disimulo, y el panadero, que a veces trae consigo una tristeza antigua, hoy nos saludó con una barbilla erguida que decía: “salió bien la hornada”. Él me tomó suavemente del codo para cruzar la calle —lo acepto por la sensación, no por necesidad— y yo le dejé la mano un segundo más de lo que exige el semáforo.

El café mediocre cumplió sus promesas: croissants de apariencia plástica, música que no sabía a dónde ir y un barista que escribió mi nombre con demasiadas letras. Esa torpeza ajena, paradójicamente, nos protegió: no hay épica posible cuando el papel del vaso te nombra mal. Elegimos la mesa junto a la ventana para ver cómo el día camina y nos sentamos con el secreto de las parejas nuevas que ya han vivido siglos en otra vida.

—Hoy tú preguntas —propuse, apoyando los codos—. Lo que te dé miedo. Yo contesto sin sarcasmo. Lo intentaré.

—Empiezo con lo difícil —dijo, sin respirar demasiado—: ¿qué te haría irte?

—Que empieces a pedir perdón por existir —respondí sin pasar por la diplomacia—. Si te recortas para caber en el marco de otra gente, yo me voy.

No objetó. Abrió un pequeño espacio entre las cejas, como quien acepta una ley de la física, y tomó un sorbo. Siguió:

—¿Y qué te haría quedarte si todo se incendia?

—Tu risa. Y mi plan —lo miré de frente—. La risa nos salva del humo y el plan de las ruinas.

No hubo filosofía. Hubo un asentimiento leve, el gesto de dos que ya han firmado con el cuerpo lo que la boca apenas articula. Y fue ahí, por supuesto, que la realidad intentó toser. Dos mesas más allá, un teléfono se inclinó lo justo, la mano tembló, el zoom buscó. Nada que no supiéramos. El teatro exige disciplina.

—Tenemos público —dije, sin bajar la voz.

—Démosles algo que no puedan vender —contestó, con la suya igual de alta.

Le limpié con el pulgar una miga inexistente en la comisura. Él, con un descaro de santo, rozó mi labio inferior. No fue beso, y sin embargo me dejó el cuerpo con las luces encendidas. Reímos los dos, bajito, en complicidad declarada. El curioso se acercó a preguntar por el azúcar, y él le prestó su educación más afilada:

—La azúcar no endulza el café de los indiscretos —dijo, amable—. Pruébelo sin.

El otro se retiró con dignidad posible, y nos acabamos el café como si nada. Pagamos con propina grande por pura elegancia y salimos con dos croissants de mentira que no teníamos intención de comer.

El mercado era una pantalla saturada: cerezas con brillo de rubí, mangos con olor a promesa, limones con piel de luna en miniatura. Él se lanzó a su cruzada por los tomates feos. Los olió, los pesó, los tocó con paciencia de joyero. Eligió tres, satisfecho, como quien adopta perros viejos porque entiende su sabiduría.

—Te entusiasma lo que el mundo intenta corregir —le dije, abriéndole la bolsa.

—Y a ti te entusiasma corregir el mundo —me devolvió, depositándolos—. Hacemos buen equipo.

No pude negarlo. Me rendí a un ramo de flores sin ningún motivo coherente. No teníamos florero, pero les hice hueco mental en la mesa. Las acerqué a la nariz y él se inclinó conmigo; fue un gesto pequeño y, sin embargo, ocupó toda la calle.




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