Manual para atrapar a un Esposo

Capítulo 8

El día amaneció con la insolencia de quien no se disculpa por nada. No hubo preludio: apenas abrí los ojos, el sol ya estaba trepado a la cortina, la cafetera respiraba a su ritmo y en algún lugar de la casa sonó un clic tímido, como de cámara que se arrepiente. No me sobresalté. El corazón hizo su intento de saltar la baranda y volvió al sitio, domesticado por una calma nueva: esa que llega cuando, la noche anterior, alguien dice en voz alta lo que tú habías estado sosteniendo en silencio.

Me quedé un momento mirando el techo, escuchando los ruidos de siempre con otros oídos. El edificio tiene una música pequeña: la tubería tibia, la ascensora que suspira, una puerta lejana que practica el “buenos días”. Entre todo eso, su tarareo. No era la melodía de ayer; hoy bajaba más lento, como si en cada nota hiciera un inventario de lo que había decidido. Sonreí sin pedir permiso. A la paz la delata el cuerpo antes que las palabras.

Lo encontré en la cocina descalzo, con la camiseta vieja que se niega a jubilar porque dice que “le guarda las ideas”. Tenía la mano apoyada en la encimera, la otra girando la cuchara en la taza azul. La luz que entraba por la ventana lo recortaba limpio, casi obsceno, y me hizo gracia que un hombre así se despreocupe de parecer correcto justo cuando todo el mundo lo mira buscando grietas.

—Buenos días, villana —dijo sin darse vuelta, y a mí se me ordenó el pulso como cuando alguien coloca bien un cuadro torcido.

—Buenos días, escándalo privado —respondí, arrimándome a su espalda. No lo abracé: le pegué la frente entre los omóplatos. La piel dijo “gracias” de los dos lados.

Nos quedamos así unos segundos que fueron más largos que muchas tardes. El aire olía a café recién y a jabón de lavanda —lo de la lavanda es un terrorismo dulce que le perdono cada día—. Cuando por fin se giró, traía en los ojos el brillo de quien ha dormido poco pero bien; no la euforia del que ganó, sino el descanso del que dejó de esconderse.

—¿Estás lista? —preguntó, y no habló de ropa.

—Estoy contigo —contesté, que es otra forma de decir “sí”.

Desayunamos con la ceremonia inevitable de las cosas que salvan: pan tostado con mantequilla dócil, fruta que ayer elegimos por fealdad y resultó perfecta, café negro sin negociaciones. Él quiso hablar de la conferencia y, en vez de diseccionarla como haríamos dos estrategas con resaca, dijo algo tan simple que me desarmó.

—No lo hice por ellos —explicó, rascándose la nuca como si hablase de una multa—. Lo hice para poder volver a casa sin sentir que traía un disfraz puesto.

Yo iba a responder con un chiste, pero la voz se me arregló sola y salió sincera.

—Lo hiciste para quedarte conmigo de verdad. Y te salió hermoso.

Me sonrió con esa alegría quieta que me pierde. La cucharita, celosa, tintineó en el borde de la taza. Para que no se sintiera desplazada, la golpeé a propósito, y terminamos riéndonos los dos. Una risa chiquita, pero con manos.

La puerta no tocó. Tocaron las ventanas: un murmullo que sube desde la calle, pasos que no pertenecen al edificio, el rumor compacto de la curiosidad. Me asomé con cautela. Abajo, dos cámaras grandes y tres pequeños sables brillantes de teléfono. Nadie gritaba, nadie se trepaba, pero estaban. Un periodista reconocible con chal eco-friendly discutía con el de la cámara acerca de “mantener distancia” mientras se agachaban para asegurar el trípode. Tuve la tentación adolescente de asomar un cartel que dijera “vuelvan a casa”, pero me limité a cerrar la cortina con la dignidad mínima que te permite no perder el apetito.

—Han venido con desayuno —bromeé—. Prensa tibia y preguntas frías.

—Que esperen —dijo él, y dejó su taza a un lado, con un gesto que parecía apagar un interruptor invisible—. Nuestra mañana no es un comunicado.

No hablamos de esconderse. La palabra “escondernos” ya no vive aquí. Hablamos de tiempo: de estirar el nuestro para que el de afuera pase de largo como un autobús que no tomamos. Lavamos las tazas sin prisa; él recogió las migas con la mano para comérselas como quien no deja evidencia de un delito delicioso; yo rescaté una sonrisa del borde de la mesa y la guardé en el bolsillo de su camiseta con dos dedos.

—Plan —dije, y él me miró dispuesto como si yo fuese a dictar una coreografía—: pan al mediodía para los vecinos conquistables, flores sin ocasión para tu madre y una tarde con guitarra y cielo.

—Y una mañana con tus manos —añadió, y agarró la mía con descaro de santo.

Al salir al pasillo, la casa nos pidió un juramento sin palabras: no convertirnos en personajes frente a nadie. Bajamos por las escaleras porque el ascensor del edificio es un confesor entrometido, además de lento. En el primer descanso, nos cruzamos con la vecina del tercero, que venía con una maceta en brazos: el tomillo más oloroso que he visto. Nos sonrió con cara de quien ya nos bautizó.

—Hoy hay lente afuera —advirtió, no por alarma, por complicidad—. Si necesitan atajo, mi pasillo siempre ha estado a prueba de chismes.

—Gracias —respondí, cogiéndole un tallito que nos ofreció—. Llévelo a la mesa; cura salsas y desacuerdos.

—Y sirve para el invierno —añadió ella, que lo sabe todo.

El portal del edificio olía a lejía honesta. Abrimos y nos recibió un silencio tenso. Dos fotógrafos elevaron sus cámaras, un tercero corrigió un enfoque que no necesitaba, y el periodista eco-friendly hizo una pequeña inclinación de cabeza que dijo “gracias por no salir corriendo”. No dije “de nada”. Tomé la mano de él, la apreté sin teatralidad, y caminamos como quien va al pan: derechos, útiles, con hambre.

—¿Pueden confirmar…? —empezó la voz del micrófono.

—Buenos días —dije, y me escuché amable—. Hoy no confirmamos nada que no quepa en una barra de pan. Que tengan luz suficiente para trabajar.

—¿Irán a la mesa del señor? —insistió otro.

—Iremos a las nuestras —replicó él, con esa serenidad que corta a la mitad la curiosidad ajena—. Buen día.




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